Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo XX

Si yo hubiese tenido el deseo de mandarme hacer una sortija, le habría hecho gra


Capítulo  XX

Si yo hubiese tenido el deseo de mandarme hacer una sortija, le habría hecho grabar esta inscripción: «Nada pasa». Sí; estoy convencido que nada pasa sin dejar una huella tras nosotros, y que cada acto nuestro, incluso el más insignificante, ejerce determinada influencia en nuestra vida presente y futura.

Lo que yo he vivido no ha dejado de ejercer influencia sobre los demás. Mis desdichas y mis sufrimientos llegaron al corazón de los habitantes, y ahora no se mofan de mí, no se vierte agua sobre mí cuando paso ante las tiendas del mercado. Poco a poco se han habituado a la idea de que yo soy ahora un simple obrero, y no encuentran nada extraño en el hecho que yo, gentilhombre, lleve vasijas llenas de pinturas y coloque cristales en las ventanas. Al contrario, se me da con satisfacción trabajo: soy considerado en la ciudad como un buen obrero y el mejor contratista de trabajo, después de Nabó.

Éste, ya restablecido de su enfermedad, seguía pintando los techos y las cúpulas de los campanarios; pero muy débil aún, no tenía fuerzas para cumplir los múltiples deberes de contratista; en casi todos era yo quien le reemplazaba: yo visitaba a los habitantes para pedir trabajo, contrataba los obreros, tomaba dinero a préstamo, pagando crecidos intereses. Ahora, convertido en contratista, comprendo perfectamente que se puede andar durante tres días recorriendo la ciudad buscando obreros para hacer un trabajo de escasa importancia.

Se es fino conmigo, no se me tutea ya; en las casas donde trabajo me dan té y se me invita a comer. Los niños y las jóvenes vienen muchas veces a ver cómo trabajo, mirándome con curiosidad y con tristeza.

En una ocasión trabajé en el jardín del gobernador, donde pinté un quiosco. Estando yo trabajando, el gobernador, que se paseaba por el Jardín, entró en el quiosco, y para distraerse comenzó a hablar conmigo. Le recordé que en otro tiempo me llamó a su casa para exigirme que variase de conducta. Me miró atentamente, y después dijo, dando a su boca la forma de una o:

-No me acuerdo.

He envejecido, me he vuelto taciturno, severo; no río casi nunca; me dicen que me parezco ahora a Nabó, y que, igual que él, aburro a los obreros con mi severidad.

María Victorovna, mi antigua mujer, vive ahora en el extranjero. Su padre, el ingeniero, se encuentra en el este de Rusia, donde construye una línea férrea y compra ventajosamente algunas propiedades.

El doctor Blagovo está también en el extranjero.

Dubechnia ha vuelto a ser propiedad de la señora Cheprakov, que la compró al ingeniero con un veinte por ciento sobre el precio a que ella se la había vendido.

Moisey, ya convertido en ingeniero, no viste ahora como un campesino: lleva un costoso sombrero, y sus trajes son de última moda. Llega muchas veces, en un cochecillo elegante, a la ciudad y frecuenta la Banca. Se dice que ya ha comprado una propiedad a plazos y se dispone a comprar también Dubechnia.

El desgraciado Iván Cheprakov está completamente desequilibrado. Durante mucho tiempo no hacía nada y vagaba por la ciudad, casi siempre ebrio. Intenté darle trabajo; durante algún tiempo pintó con nosotros tejados, colocó cristales y parecía un obrero de tantos: robaba los colores, pedía humildemente propinas a los clientes y se emborrachaba. Mas pronto dejó el trabajo y volvió a Dubechnia. Luego me contaron que había organizado una conspiración para matar a Moisey y para robar el dinero y las joyas de Cheprakov, su madre.

Mi padre ha envejecido considerablemente, y pasea durante la tarde, ya encorvado, por delante de su casa. Yo no he vuelto a verle.

Prokofy, el hijo adoptivo de Karpovna cuando el cólera se ensañaba en nuestra ciudad, hacía una propaganda encarnizada contra los doctores, asegurando que ellos provocaban la epidemia para ganar más dinero. Tomó una parte muy activa en los desórdenes y manifestaciones, y por eso fue azotado. Su oficial, Nikolka, murió del cólera. Mi anciana nodriza, Karpovna, vive todavía y continúa amando locamente a su hijo adoptivo. Cada vez que me ve mueve su venerable cabeza y dice suspirando:

-¡Pobre desgraciado! Eres un hombre perdido...

Toda la semana estoy ocupado mañana y tarde. Los días de fiesta, si el tiempo es bueno, tomo en mis brazos a mi sobrinita -mi hermana esperaba un niño, pero fue una niña lo que nació- y me encamino lentamente al cementerio. En él permanezco mucho tiempo contemplando la tumba querida y diciéndole a mi pequeñita que allí yace su madre.

Alguna vez encuentro junto a la tumba a Ana Blagovo. Nos saludamos. Unas veces permanecemos silenciosos, otras hablamos de mi pobre hermana, de la huerfanita, de las tristezas de la vida. Después salimos juntos del cementerio, caminando de nuevo en silencio. Ella marcha despacio para permanecer más tiempo a mi lado. La pequeñita, feliz, alegre, guiñando los ojos bajo los rayos del sol abrasador, ríe, tiende sus diminutas manos a Ana Blagovo; cada dos pasos nos detenemos un instante para acariciar a la pequeña.

Cuando entramos en la ciudad, Ana Blagovo, turbada, llena de emoción, los ojos enrojecidos, me estrecha la mano y se separa de mí. Ella continúa su camino sola, grave, severa, triste. Y ningún transeúnte, viéndola tan severa y reservada, creería que momentos antes marchaba a mi lado y acariciaba conmigo a la gentil niñita.

capítulo I

capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

capítulo V

capítulo VI

capítulo VII

capítulo VIII

capítulo IX

capítulo X

Capítulo XI

capítulo XII

capítulo XIII

Capítulo XIV

capítulo XV

capítulo XVI

capítulo XVII

capítulo XVIII

capítulo XIX

capítulo XX