Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo X

A los dos días, María Victorovna me envió a Dubechnia.


Capítulo X

A los dos días, María Victorovna me envió a Dubechnia.

La dicha me embriagaba.

Camino de la estación, y luego en el tren, me reía a lo mejor sin motivo alguno visible, y la gente me miraba asombrada, creyendo, sin duda, que estaba un poco bebido.

La nieve seguía cayendo, aunque había empezado la primavera; pero no tardaba en derretirse, en convertirse en barro, de manera que los caminos no estaban blancos, sino negros.

Aunque había pensado arreglar la casita para mí y para Macha en el pequeño pabellón, frontero al ocupado por la señora Cheprakov, tuve que renunciar a tal proyecto; pues el pabellón estaba habitado hacía mucho tiempo por las palomas y los ánades, y para dejarlo en buen estado había que destruir gran número de nidos.

Teníamos, pues, que arreglar nuestra habitación en la casa central. Los campesinos la llamaban «castillo»; pero era un castillo nada bonito. Había en él más de veinte estancias casi vacías por completo y de un aspecto triste, sombrío. El mobiliario se reducía a un piano y un silloncito de niño, arrumbado en el granero. Aunque Macha hubiera transportado de la ciudad todo su mobiliario, la casa habría seguido Siendo triste y pareciendo vacía.

Escogí tres habitacioncitas cuyas ventanas daban al jardín y empecé a trabajar. Me pasaba el día limpiándolas, tapando los agujeros del suelo, empapelando las paredes, sustituyendo con otras nuevas las losas rotas. Era un trabajo fácil y agradabilísimo para mí.

Con mucha frecuencia iba al río, a ver si el hielo de que estaba cubierto todo el invierno se derretía. Esperaba con impaciencia la vuelta de los pájaros que invernaban en los países cálidos. Por la noche, en la cama, soñaba, lleno de alegría, desbordante de felicidad, con Macha. Ni el viento que sacudía los postigos ni las ratas que hacían ruido en el pavimento me molestaban: tan dichoso era.

La nieve aún era muy profunda. Había caído mucha en marzo; pero pronto había empezado a fundirse, como por encanto. El río se llenaba de agua, que, en multitud de arroyos canoros, corría a su cauce.

A principios de abril aparecieron los primeros pájaros, y empezó a alegrar el jardín el batir de sus alas. El tiempo era magnífico.

Todos los días, al anochecer, me encaminaba a la ciudad, al encuentro de Macha. Iba descalzo, y era delicioso andar así por la tierra blanda, no seca aún del todo. A medio camino me sentaba y contemplaba la ciudad, sin osar acercarme a ella. Su vista me turbaba. Yo me decía: «Qué comentarios hará la gente que me conoce acerca de mis amores con Macha? ¿Qué dirá mi padre?». Mi vida, de pronto, se había tornado harto más complicada. Yo no la dominaba ya: era ella la que me dominaba a mí. Yo era a modo de un globo impelido por el viento no se sabe adónde. No pensaba ya en la manera de ganarme el pan; no pensaba ya en nada preciso, como si me hallase en un dulce letargo.

Casi siempre Macha venía en coche. Me sentaba a su lado y nos dirigíamos juntos a Dubechnia, libres, alegres.

A veces la esperaba en vano: no venía. Entonces, ya puesto el sol, volvía a mi vivienda, descontento, turbado, sin acertar a comprender por qué no había venido. Pero no era raro que la encontrase, inesperadamente, a la puerta de la casa o en el jardín. Esto era para mí una grata sorpresa y me regocijaba mucho.

-He venido en tren -me decía María Victorovna-. Desde la estación he venido andando.

Vestida con suma sencillez, tocada con un pañolito, con una modesta sombrilla en la mano, pero gentil, calzando unas elegantes botinas hechas en el extranjero, se me antojaba una actriz de talento que representaba el papel de muchacha de pueblo.

Visitábamos nuestra propiedad, deliberábamos acerca de una porción de detalles: acerca de cuál sería la habitación de cada uno, de dónde plantaríamos flores, del lugar en que colocaríamos la colmena. Teníamos nuestros pollos, nuestros patos y nuestros gansos, y los amábamos porque eran nuestros. Teníamos ya preparado todo lo necesario para la siembra: trigo, avena, legumbres. Nos pasábamos horas enteras planeando los futuros trabajos, hablando de las cosechas que recogeríamos. Cuanto decía Macha me parecía bello y atinado.

Fue aquél el período más feliz de mi vida.

Algunas semanas después celebramos nuestras bodas. La solemnidad tuvo lugar en una iglesita campesina, en la aldea de Kurilovka, a tres verstas de Dubechnia.

Macha quiso que en la ceremonia todo fuera sencillo, modesto. Conforme a sus deseos, nuestros testigos fueron jóvenes campesinos. El servicio religioso estuvo a cargo de un chantre.

Volvimos a casa en un coche pesado y tambaleante, que la misma Macha guiaba.

De la ciudad sólo acudió mi hermana Cleopatra, prevenida tres días antes por una carta nuestra. Vestía un traje blanco y llevaba las manos enguantadas. Durante la ceremonia, lloraba suavemente y se pintaba en su rostro una bondad maternal infinita.

Nuestra felicidad parecía embriagarla, y la sonrisa no desaparecía de sus labios, como si estuviera respirando un aire delicioso. Contemplándola, comprendí que no existía para ella en el mundo nada tan importante como el amor, el amor sencillo, terreno, y que soñaba con él a toda hora, de un modo apasionado, ocultando celosamente sus sueños.

Abrazaba y besaba a Macha sin cesar, y, no sabiendo cómo expresarle su entusiasmo, le decía, refiriéndose a mí:

-¡Es bueno, muy bueno!

Antes de volverse a la ciudad se despojó del traje blanco, y se puso otro de diario y me suplicó que saliese un momento con ella al jardín.

-Quisiera hablarte -me dijo.

Salimos.

-Papá -comenzó- está muy enfadado porque no le has escrito. Debías haberle pedido la bendición. Pero, aparte de eso, está muy contento. Cree que este matrimonio te elevará a los ojos de toda la ciudad, y que, bajo el influjo de María Victorovna, te volverás un hombre serio. Por las noches hablamos de ti. Ayer te nombró con estas palabras: «Nuestro Misail», y eso me llenó de alegría. Creo que acaricia, respecto de ti, algún proyecto. Me parece que quiere darte una lección de generosidad y nobleza, y que está dispuesto a que sea suyo el primer paso hacia la reconciliación. Es muy posible que venga a veros dentro de unos días.

Se persignó varias veces, y dijo:

-Bueno, querido, sed felices. Ana Blagovo, que es tan inteligente, dice que este matrimonio es una prueba a que te somete el Señor. Te deseo fuerzas para salir victorioso de ella. La vida de familia no sólo proporciona alegrías, sino también padecimientos. La vida es así.

Macha y yo la acompañamos cerca de tres verstas, a pie. Luego de despedirla, nos dirigimos a casa, silenciosos, el corazón henchido de felicidad. Macha me llevaba cogida una mano, y de cuando en cuando cambiábamos miradas llenas de cariño. No pronunciamos ni una sola palabra de amor: eso habría podido turbar el goce de nuestra ventura. El verdadero amor no necesita ser expresado con palabras. Después de la boda nos sentíamos todavía más cerca uno de otro, y se me antojaba que nada en el mundo podría nunca separarnos.

-Tu hermana -me dijo mi esposa- es muy simpática; pero, al mirarla, se experimenta la impresión de que ha sido maltratada durante mucho tiempo. Tu padre debe de ser un hombre terrible.

Le conté el sistema educativo que mi padre había puesto en práctica conmigo y con mi hermana. Le describí nuestra niñez dolorosa y estúpida. Cuando le dije que mi padre, no hacía aún mucho tiempo, me había pegado, se estremeció y se apretó contra mí.

¡No, no me cuentes esas cosas! ¡Es terrible!

Ya no nos separamos. Ocupábamos tres habitaciones de la casa grande. Por la noche yo cerraba con llave la puerta que daba a las habitaciones vacías, como si hubiera en ellas un ser desconocido que nos inspirase temor.

Me levantaba muy temprano, al salir el sal, y me ponía inmediatamente a trabajar. Hacía reparaciones en los coches, arreglaba las sendas del jardín, azadonaba los bancales, pintaba el tejado de la casa.

Cuando llegó la época de la siembra, mis esfuerzos para trabajar como un simple campesino fueron heroicos. Me fatigaba enormemente, sobre todo cuando llovía o hacía viento. Me dolían la cabeza y los pies. Hasta durante el sueño me atormentaba la visión de los campos labrados.

Los trabajos agrícolas no me gustaban. No conocía la agricultura y no le tenía ninguna afición, debido, sin duda, a mi origen; pues mis ascendientes nunca fueron agricultores y corría por mis venas sangre ciudadana.

Amaba tiernamente la Naturaleza, me placía contemplar los campos, las praderas, los bosques; pero cuando veía a un campesino que, con su flaco caballo, iba y venía por la tierra negra y lodosa; cuando contemplaba al pobre labrador cubierto de barro, harapiento, más desgraciado aún que su caballería, ambos me parecían la encarnación de la fuerza primitiva, brutal, sin belleza, sin atractivo. Mirando a los campesinos trabajar la tierra, pensaba que en el campo, lejos de los grandes centros de población, la vida tiene no poco de salvaje, se asemeja mucho a la de hace miles de años, a la de la gente aún no sabía servirse del fuego. Los toros, los caballos, los carneros, cuando atravesaban en rebaños la aldea, aturdiéndome y salpicándome de barro, me parecían también un símbolo de aquella vida salvaje, desprovista de todo progreso.

No, no me gustaba la agricultura ni la vida del campo tampoco. Sobre todo cuando hacía mal tiempo, cuando densas nubes gravitaban sobre la tierra sombría, el campo se me caía encima. Mientras trabajaba, no me animaba la idea de la santidad del trabajo campestre, que sostienen con tanta elocuencia sus apologistas. Al trabajo en el campo prefería el trabajo doméstico. Encontraba un placer singular en la pintura del tejado y en otras ocupaciones análogas.

No lejos de la casa había un molino que pertenecía a la finca, como dejo dicho. Me gustaba visitarlo, y, atravesando el jardín y el prado, iba a él muy a menudo.

Nos lo tenía alquilado un campesino de la aldea vecina. Se llamaba Stepan. Era un hombre muy vigoroso, guapo, de cabellos negros, barbudo. No le gustaba la molinería, y si vivía en el molino era exclusivamente por no vivir en su casa.

Era taciturno y poco sociable. Inmóvil, silencioso, se pasaba horas enteras a la orilla del río o a la puerta del molino. De vez en cuando iban verle su mujer y su suegra, ambas suaves, corteses, blancas. Le saludaban muy humildes, le trataban de usted y le llamaban Stepan Petrovich. El parecía no advertir su presencia. Sin contestar a su saludo ni con la palabra ni con el ademán, se sentaba a la orilla del río y empezaba a canturrear en voz baja.

Así, sin decir esta boca es mía, permanecía una hora y a veces más tiempo. La mujer y la suegra, después de cambiar quedamente algunas palabras, se levantaban y esperaban un instante, por si se dignaba mirarlas. Luego saludaban de nuevo muy humildes, y decían con voz cantarina:

-¡Hasta la vista, Stepan Petrovich!

Y se iban.

Cuando ya estaban lejos, Stepan cogía el envoltorio con pan o ropa limpia que le habían dejado, miraba guiñando los ojos en la dirección que habían tomado las mujeres, y me decía, desdeñoso:

-¡El sexo femenino!

El molino trabajaba día y noche. Yo ayudaba a Stepan en su labor. Cuando se iba un rato del molino le reemplazaba gustosísimo.

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