Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo XVI

Aquella tarde, Macha hizo sus preparativos para un viaje a la ciudad.


Capítulo XVI

Aquella tarde, Macha hizo sus preparativos para un viaje a la ciudad.

Desde hacía algún tiempo, Macha iba con mucha frecuencia a la ciudad, y algunas veces pasaba allí la noche. En su ausencia, yo no tenía fuerzas para trabajar; mis brazos se debilitaban y no podía hacer nada. El gran patio me parecía un lugar odioso, abominable; el jardín, en el que murmuraba el ramaje de la arboleda, se diría que lloraba los bellos días pasados; todo en torno se me antojaba hostil, extraño, no perteneciente ya a nosotros.

No salía de casa, y me pasaba horas enteras ante la mesa de Macha o ante su pequeña biblioteca de agricultura. Los pobres libros que ella había amado tanto yacían ahora abandonados y parecían mirarme con tristeza.

Durante horas y horas, de la mañana a la noche, contemplaba las diferentes prendas de Macha: sus guantes viejos, su pluma, sus tijeritas. Veía deslizarse el tiempo en una ociosidad absoluta y me daba cuenta de que si había trabajado hasta entonces, si había, labrado, segado, derribado árboles, sólo había sido por ella, por serle agradable. Si me hubiera mandado que trabajase días enteros en el río con el agua hasta la cintura, yo lo habría hecho sin preguntar si tal trabajo era útil o no.

Cuando ella no estaba a mi lado, Dubechnia, con sus ruinas, sus postigos agitados por el viento, sus ladrones diurnos y nocturnos, no era para mí más que un caos, en el que todo trabajo se me antojaba inútil. ¿Para qué iba a trabajar ya, una vez convencido de que mi papel allí, en Dubechnia, había terminado, de que ya no se me necesitaba, de que me había convertido en algo tan sin aplicación como los libros de agricultura?

Lo más penoso para mí eran las noches. Las horas me parecían interminables. Sólo, entregado a mis tristes pensamientos, aguzaba el oído en la obscuridad como si esperase que alguien me gritara:

-¡Ya no tienes qué hacer aquí! ¡Puedes irte!

No era por Dubechnia por lo que yo lloraba; era por mi amor. También había llegado para él el otoño. ¡Qué inmensa felicidad amar y ser amado! ¡Qué horror darse cuenta de que todo ha acabado, de que se derrumba la alta torre adonde el amor le había elevado a uno!

Al día siguiente por la noche, Macha volvió de la ciudad. Venía disgustada; pero me ocultó el motivo de su disgusto. Me dijo solamente que aún no era necesario poner cierres dobles en las ventanas.

¡Se ahoga una aquí!

Me apresuré a retirar los cierres dobles.

Aunque no teníamos apetito, nos sentamos a la mesa a cenar.

-Ve a lavarte las manos -me dijo Macha-. Te huelen a cola.

Había traído de la ciudad los últimos números de los periódicos ilustrados, y después de cenar nos pusimos a hojearlos juntos. Macha los miraba rápidamente y los iba apartando, para leerlos a su gusto cuando estuviera sola. Pero un figurín que representaba a una dama con una falda ancha como una campana le llamó la atención.

Le examinó larga y gravemente, y dijo:

-¡No está mal!

-Sí, ese traje es muy a propósito para ti -dije yo a mi vez.

Y mirando con admiración el figurín, que me entusiasmaba tan sólo porque era del gusto de Macha, añadí:

-¡Es un traje encantador, precioso! ¡Y estarás tan linda con él, mi bella, mi espléndida Macha!

No pude contener las lágrimas, que comenzaron a caer sobre el periódico.

-¡Mi bella, mi espléndida Macha! -repetí balbuciente...

No tardó en irse a acostar. Me quedé solo, y durante cerca de una hora estuve leyendo las ilustraciones.

-Has hecho mal en retirar los cierres dobles -me dijo Macha desde la alcoba-. Vamos a tener frío esta noche. Hace mucho viento...

Después de leer en los periódicos unas informaciones sobre un nuevo procedimiento para la fabricación de tinta y sobre el brillante más grande del mundo, me puse a examinar de nuevo el figurín que le había gustado a Macha. Me la imaginaba en un baile, con los hombros desnudos y un abanico en la mano, bella, espléndida, ducha en literatura, en artes plásticas, en música... ¡y mi papel a su lado me pareció tan insignificante, tan mezquino!...

Nuestro conocimiento, nuestro matrimonio, no habían sido sino un corto episodio, una de las muchas etapas de la vida de aquella mujer tan pródigamente dotada por la Naturaleza. Cuanto había de bueno en el mundo se diría que estaba a su disposición y no le costaba nada; hasta las nuevas ideas sociales y filosóficas le servían para embellecer su vida y darle variedad. Yo no había sido para ella más que un cochero que la había transportado de una etapa a otra de su existencia. Pero mi papel había terminado: mi hermoso pájaro volaría y yo me quedaría solo.

En aquel momento, como respuesta a mis tristes reflexiones, sonó en el patio un grito de desesperación:

-¡Socorro!

La voz era fina, parecía de una mujer. Como remedándola, el viento gimió quejumbroso en la chimenea.

Algunos instantes después, el grito, confundiéndose con el ruido del viento, volvió a sonar; pero entonces en el otro extremo del patio.

-¡Socorro!

-Misail, ¿has oído?-preguntó con voz alterada por el miedo, mi mujer.

Salió al comedor en camisa, el cabello en desorden, y aguzó el oído.

-¡Están asesinando a alguien! -dijo-. ¡Sólo nos faltaba eso!

Cogí la escopeta y salí.

Recorrí todo el patio y no encontré a nadie. Los árboles agitaban sus ramas, el viento silbaba con furia, un perro ladraba en un patio vecino... En el campo reinaba la obscuridad. Ni siquiera en la vía férrea, que pasaba a muy corta distancia de casa, se veía una luz.

De pronto, junto al pabellón donde estaba el año anterior la oficina telegráfica, sonó un grito ahogado:

-¡Socorro!

-¿Quién vive? -grité.

Me acerqué corriendo al lugar donde el grito había sonado. Dos hombres se arrastraban por tierra, luchando furiosamente. Ambos jadeaban y parecían ahogarse de rabia.

-¡Déjame!- chilló uno de ellos.

Reconocí la voz de Iván Cheprakov. Era la misma voz fina, de mujer, que pedía antes socorro.

-¡Déjame, canalla, o te muerdo!

En el otro combatiente reconocí a Moisey, el criado de la señora Cheprakov.

Tras largos esfuerzos, conseguí separarlos. No pude contenerme y le di a Moisey dos bofetadas, derribándole. Cuando se levantó le di otra.

-¡Quería matarme! -gimió-. Intentaba robarle a su madre y le he sorprendido cuando se dirigía, en la obscuridad, a la cómoda de la señora. Quiero encerrarle en el pabellón.

Iván Cheprakov estaba borracho, y no me reconoció.

Volví a casa. Mi mujer se había vestido.

Le conté lo que había pasado. No le oculté que había abofeteado a Moisey.

-¡Es peligroso vivir en el campo! -dijo-. ¡Qué noche más larga!

-¡Socorro! -se oyó gritar de nuevo.

-Voy otra vez a separarlos.

-No, no vale la pena -me contestó Macha-. Que se maten.

Clavó los ojos en el techo y prestó oído a los ruidos exteriores. Yo, sentado junto a la cama, no pronunciaba una palabra. Me sentía culpable, como si por mi causa hubieran pedido socorro y fuera la noche tan larga.

Ambos guardábamos silencio. Yo esperaba con impaciencia la mañana.

Macha miraba al techo pensativamente. Se preguntaba, acaso, cómo había podido, con su inteligencia, su educación y su elegancia, ir a parar a aquel odioso rincón provinciano, poblado por seres mezquinos y vulgares, cómo había podido enamorarse de uno de esos seres y ser durante seis meses su esposa.

Sospechaba yo que ya no establecía diferencia alguna entre Moisey, Iván Cheprakov y mi propia persona: todos debíamos de ser para ella lo, mismo, Poco más o menos. No podía ocultar su profundo desprecio por todo cuanto le evocaba su imaginación al pensar en Dubechnia: por nuestro matrimonio, por nuestros trabajos agrícolas, por los campesinos, por el viento, la lluvia y el barro.

También ella esperaba con impaciencia la mañana: se leía en sus ojos.

. . . . . . . . . .

En cuanto amaneció se fue.

La esperé en Dubechnia durante tres días. Luego guardé en una sola habitación todas mis cosas, cerré la habitación con llave y me fui también a la ciudad.

Una vez allí, me dirigí a casa del ingeniero Dolchikov.

El criado me dijo que el ingeniero estaba hacia unos días en Petersburgo y que María Victorovna debía de estar en casa de Achoguin, donde se celebraba un ensayo general. Me dirigí a casa de Achoguin. Cuando subía la escalera, parecía que el corazón iba a saltárseme del pecho. Me detuve un poco ante la puerta para tranquilizarme. Por fin, me decidí a entrar en el salón.

Estaba alumbrado por velas, que lucían, en grupos de tres, sobre la mesa, el piano, el estrado. Después me enteré de que la primera función estaba fijada para el día «trece», y el primer ensayo para el «martes», que según los supersticiosos, es un día nefasto. La señora Achoguin luchaba valerosamente contra los prejuicios.

Todos los aficionados al arte teatral se encontraban ya allí. Las tres señoritas Achoguin, -la mayor, la menor y la de en medio- iban y venían por el escenario, ensayando, cuaderno en mano sus papeles. Mi antiguo patrón, Nabó, estaba sentado junto a la puerta, mirando a la escena con ojos amorosos y esperando con impaciencia el comienzo de la solemnidad. ¡Todo igual que la última vez que estuve allí!

Me disponía a saludar al ama de la casa; pero de repente todos se volvieron a mí y me dijeron por señas que no me moviese y que no hiciera ruido.

Reinó un hondo silencio. Una señora se sentó al piano y apercibió el cuaderno de música. Luego se mercó mi mujer, lujosamente vestida, hermosa, pero con muy otra hermosura de la que yo admiraba en ella, con una hermosura nueva para mí. No era ya la Macha que iba a verme al molino la anterior primavera.

Empezó a cantar una canción de Chaykovky:

«¿Por qué te amo tanto, noche clara?».

Era la primera vez que la oía yo cantar.

Su voz era llena, melodiosa, y me parecía, al oírla, saborear una pera exquisita. Cuando terminó resonaron aplausos entusiásticos. Ella se sonreía y dirigía alrededor miradas de satisfacción. Se arreglaba el vestido al modo de un pájaro que logra escaparse de la jaula y se limpia las alas para echar a volar. Llevaba el cabello partido en dos bandas, que le tapaban las orejas. La expresión de su rostro era provocativa, como la de quien se apresta a la lucha. Se diría que estaba dispuesta a desafiar al mundo entero. Había en ella en aquel momento una energía salvaje que hacía pensar en sus ascendientes los cocheros.

-¿También tú estás aquí? -me preguntó, tendiéndome la mano-. ¿Me has oído cantar? ¿Qué te parece mi voz?

Y sin esperar mi respuesta, añadió:

-Has venido muy a tiempo. Esta noche me voy a Petersburgo, donde pasaré una temporada. ¿Me lo permites?

. . . . . . . . . .

A media noche la acompañé a la estación.

Me abrazó tiernamente. Sin duda me agradecía mucho que no le hiciese preguntas inútiles y acaso molestas. Me prometió escribirme.

No pronuncié una sola palabra. Estreché entre las mías sus diminutas manos y se las cubrí de besos. Me costó gran trabajo contener las lágrimas.

Cuando partió el tren llevándosela lejos de mí, permanecí largo rato mirando sus luces alejarse, y murmuré:

-¡Querida Macha! ¡Mi bella, mi espléndida Macha!

Pasé la noche en casa de mi vieja nodriza Karpovna.

Al día siguiente fui con Nabó a tapizar las paredes a la morada de un rico comerciante que casaba a su hija con un doctor.

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