Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo IX

Nos veíamos con mucha frecuencia. dos veces al día.


Capítulo IX

Nos veíamos con mucha frecuencia. dos veces al día.

Después de comer llegaba en coche al cementerio y me esperaba leyendo las inscripciones de las tumbas. A veces entraba en la iglesia, donde yo seguía trabajando, y, de pie junto a mí, contemplaba mi tarea.

El silencio respetuoso que reinaba en torno, el trabajo ingenuo de los pintores de iconos, la conmovían. También la impresionaba agradablemente el verme vestido como los demás obreros y el observar que me tuteaban y me trataban como a su igual.

Cuando, en cumplimiento de una orden de Nabó o de otro, subía yo por la escala de cuerda a lo alto de la cúpula, llevando pintura, seguía ella con interés mis movimientos, y parecía muy emocionada. Con los ojos húmedos de lágrimas, me sonreía.

Una vez, mirándome trabajar, me dijo:

-¡Cómo me gusta usted así!

Siendo yo muchacho, un papagayo que tenían unos amigos nuestros se escapó de la jaula, y durante un mes vagabundeó por la ciudad, pasando de un jardín a otro, solitario, sin amparo, triste. María Victorovna me recordaba aquel pájaro.

-¡El único sitio adonde voy de visita es al cementerio! -me dijo un día, riendo.- Los habitantes de la ciudad me inspiran una profunda antipatía y no quiero ver a nadie. En casa de Achoguin se canta, se representa, se recitan versos, y me aburro allí de un modo insoportable. Su hermana de usted evita la sociedad y no viene a verme. La señorita Blagovo me detesta, no sé por qué. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Adónde quiere usted que vaya?

Cuando la visitaba, mis ropas olían a pintura y a barniz; mis manos estaban sucias, y eso le gustaba. Se empeñaba en que fuera a su casa con mi blusa de obrero, tal como estaba en el trabajo; pero ese traje me cohibía mucho en su salón, y para ir a verla me lo quitaba y me ponía mi traje nuevo, más correcto. Tal mudanza de ropa la enojaba y me recibía con muecas de enfado.

-Confiese usted -me dijo una noche- que no ha podido aún habituarse a su nueva posición social. El traje de obrero le cohíbe a usted, no está usted a gusto con él. Eso se explica, en mi sentir, por la falta de convicción con que ha obrado usted al hacerse obrero. Sencillamente, no está usted satisfecho en su nueva vida. Además, a decir verdad no puede usted estarlo. Al fin y al cabo trabaja usted para los ricos, para aumentar el confort y el lujo que los rodean. Luego, usted me ha dicho muchas veces que el hombre debe amasarse su pan, y usted lo que hace es ganar el dinero con que lo compra. ¿Por qué no aplica usted estrictamente a su conducta sus principios? Debe usted seguirlos fielmente; es decir: en lugar de pintar los techos de los templos, debía usted amasar por sí mismo su pan cotidiano; labrar, sembrar, segar... o hacer algo que tenga relación directa con la agricultura; pastorear, cavar, construir casas campestres... Ha de saber usted que me pirro por la agricultura...

Abrió un armarito que había junto a su mesa escritorio, y añadió:

-Voy a revelarle a usted un gran secreto. Para eso he sacado esta conversación. Aquí tiene usted mi biblioteca agrícola. En ella encontrará usted libros que tratan del cultivo de los campos, del de los jardines, de avicultura, de apicultura, de cría pecuaria. Lo leo todo con sumo interés, y me atrevo a decir que lo conozco bastante bien. Mi sueño dorado, sépalo usted, es irme, en primavera, a nuestra Dubechnia, y dedicarme allí a la vida agrícola. ¡Qué delicia! Claro es que el primer año no podré hacer gran cosa: me orientaré, estudiaré la agricultura prácticamente... Pero al otro año intervendré en todo, mejor dicho, lo dirigiré todo, con la mayor energía, se lo aseguro a usted. Mi padre me ha prometido cederme la plena propiedad de Dubechnia, donde podré hacer lo que me dé la gana.

Estaba muy excitada; sus mejillas se habían tornado de púrpura. Llena de alegría, hablaba sin parar de la realización de sus sueños, de su próxima vida en el campo, que se pintaba ella en extremo interesante y muy poética.

¡Quién hubiera estado en su lugar, participado de su entusiasmo! La primavera se acercaba; los días eran ya muy largos; el sol derretía la nieve, y gruesas gotas de agua caían de los tejados. Todo olía ya a primavera. Y yo también sentía un gran deseo de irme al campo.

Cuando me dijo que no tardaría en irse a Dubechnia, una honda tristeza se apoderó da mí. Me vi solo en la ciudad hostil, sin nadie con quien poder cambiar algunas palabras. Tuve celos de aquellos libros de agricultura y de aquellos sueños geórgicos. Sin embargo, ni me gustaba la vida del campo, ni les tenía afición alguna a los trabajos agrícolas. Iba a decir que, en mi sentir, la agricultura rebajaba al hombre, le hacía esclavo de la tierra; pero no dije nada.

. . . . . . . . . .

Estábamos casi en primavera, en vísperas de Pascua.

Un día llegó el ingeniero Dolchikov, de quien yo había comenzando a olvidar hasta la existencia.

Llegó de un modo inesperado, sin anunciarlo siquiera con un telegrama.

Cuando fui aquella noche, como de costumbre, a su casa, le encontré en el salón, paseándose y refiriendo no sé qué. Estaba muy lavado, perfumado y afeitado y parecía más joven que antes de su marcha.

María Victorovna, de rodillas ante la maleta, sacaba de ella libros, frascos, cajas y otros objetos, que le iba entregando al criado.

Al ver al ingeniero, di, involuntariamente, un paso atrás; pero él me tendió ambas manos y me dijo sonriendo, mostrando su blancos y sólidos dientes:

-¡Hele aquí! ¡Tanto gusto en verle, señor decorador! Macha me lo ha contado todo. ¡Y me ha hecho tantos elogios de usted!

Me cogió del brazo, y prosiguió:

-Comprendo su decisión y la apruebo sin reservas. Es infinitamente más honrado y más inteligente ser un buen obrero que garrapatear en una oficina y llevar una escarapela en la gorra. Yo he trabajado en Bélgica como simple obrero... con estas manos que usted ve... y he sido durante dos años maquinista...

Llevaba un batín, calzaba unas pantuflas y andaba con el balanceo de los gotosos. Estaba visiblemente satisfecho de encontrarse al fin en su casa y de haber tomado su ducha. Se frotaba las manos y canturreaba.

No tardó en servirse la cena. Se me invitó.

Durante la comida, fue él quien habló más.

-No hay duda -decía- de que son ustedes muy simpáticos, muy amables; pero, dígame usted, señor: ¿por qué en cuanto empiezan ustedes a trabajar físicamente y a preocuparse de la suerte del mujik se hacen, inevitablemente, sectarios? Usted, por ejemplo, señor Poloznev, ¿no es un sectario? Por cuestión de principios, no bebe usted «vodka». Eso es puro sectarismo.

Por complacerle bebí «vodka» y vino. Comimos quesos de distintas clases, salchichón, pastas y otras delicadezas gastronómicas que el ingeniero había traído de Petersburgo, y saboreamos los vinos que en su ausencia se habían recibido del extranjero, que eran, en verdad, excelentes. No sé cómo, se las arreglaban para recibirlos sin pagar derechos de importación, lo mismo que los cigarros. El caviar y el salmón se lo regalaban. No pagaban el piso, porque el propietario de la finca proveía de petróleo al camino de hierro, y, por lo tanto, dependía del ingeniero. En fin, yo casi llegué a estar convencido de que cuanto existe en el mundo se hallaba siempre -de modo gratuito- a la disposición del señor Dolchikov y de su hija, que no tenían más que tender la mano y cogerlo.

Seguí visitándolos asiduamente; pero no con tanto placer como antes de regresar el ingeniero. El señor Dolchikov me azoraba, y en su presencia no me sentía yo a mi gusto. No podía soportar su mirada serena e inocente; su conversación me era antipática; no podía yo desechar el desagradable recuerdo de mi corta estancia en sus oficinas y de la grosería con que me había tratado.

Es verdad que ahora estaba muy amable conmigo, que me rodeaba con el brazo la cintura, que me daba afectuosos golpecitos en el hombro, que, aseguraba ver con una profunda simpatía mi cambio de vida; pero a mí no se me ocultaba que me despreciaba como antes, que me consideraba una nulidad, y que sólo me toleraba por serle agradable a su hija.

Yo no podía ya reírme y decir lo que se me ocurría. Casi siempre estaba silencioso y temía a cada momento una grosería del señor Dolchikov. Mi conciencia de proletario se sublevaba contra mi conducta. Yo, un obrero, visitaba diariamente a aquella gente rica, con la que no tenía nada de común, que despreciaba a todos los habitantes de la ciudad y que era considerada por ellos extraña... Bebía en su casa vinos caros y comía bocados exquisitos... Me sentía avergonzado como si cometiese un crimen. Cuando me dirigía a casa de Dolchikov evitaba el encuentro con mis conocidos y bajaba los ojos al verlos; y cuando volvía a mi pobre posada, me abochornaba haber comido tanto y tan bien.

Pero lo que me preocupaba sobre todo era el temor de enamorarme. María Victorovna cada día me atraía más. Yendo por la calle, en el trabajo, en medio de mis charlas con mis compañeros, pensaba a cada instante en que por la noche iría a su casa, y me deleitaba recordando su risa, su voz... Antes de ir a verla permanecía largo rato de pie ante un pedacito de espejo, procurando hacerme lo más primorosamente que podía el lazo de la corbata. Mi traje me parecía abominable, y me avergonzaba, y al mismo tiempo mi dignidad se rebelaba contra esta vergüenza. Cuando ella me decía desde su cuarto que no entrase, que esperase un poco, porque no estaba vestida aún, se apoderaba de mí una gran tensión nerviosa, y mi espera, aunque fuese corta, era la espera inquieta y llena de ansias de un enamorado impaciente. Al ponerla, con el pensamiento, en parangón con otras jóvenes a quienes veía por la calle, se me antojaban todas, hasta las más lindas, vulgares, mal vestidas, grotescas. Y la superioridad de María Victorovna me enorgullecía como si la hija del ingeniero me perteneciese. Rara era la noche que no la soñaba...

Una noche salí de su casa asqueado de mí mismo. Aunque el ingeniero seguía estando muy amable y me había hecho compartir con él una enorme langosta, en su amabilidad, en la familiaridad con que me trataba, yo advertía, hacía algún tiempo, algo ofensivo para mí.

Camino de mi posada, decidí poner fin a aquella situación humillante. «En esa casa -pensé- se me acaricia como se acaricia a un pobre perro perdido. Ahora los divierto; pero en cuanto deje de interesarlos, me pondrán de patitas en la calle».

-¡Hay que acabar lo más, pronto posible! -casi grité en el silencio de la ciudad dormida.

Y, alzando los ojos al cielo, juré solemnemente romper toda relación con la familia Dolchikov.

A la noche siguiente no fui a verlos.

Muy tarde ya, pasé por la calle de la Nobleza. Estaba obscuro y llovía. La casa de Achoguin se hallaba sumida en el sueño; en una sola ventana, la de la señora Achoguin, situada al extremo de la fachada, se veía luz. La señora Achoguin, sin duda, estaría bordando o haciendo calceta, alumbrada por tres bujías, para demostrar el desprecio que le inspiraban las supersticiones. En nuestra casa no se veía luz alguna. La de Dolchikov, frontera a la nuestra, estaba, por el contrario, muy iluminada, aunque, a causa de los visillos, no se distinguía nada de su interior.

Seguí andando a lo largo de la calle, bajo la lluvia primaveral. Oí a mi padre llegar, de vuelta del club. Llamó a la puerta, y momentos después vi, dentro, encenderse una luz. Distinguí la silueta de mi hermana, que con el quinqué en la mano, y alisándose presurosa el cabello, se dirigía a la puerta. Luego, desde mi secreto observatorio, vi a mi padre ir y venir por el salón. Hablaba frotándose las manos; mi hermana, sentada en una butaca, permanecía inmóvil y muda. Seguramente no le escuchaba, absorta en sus cavilaciones.

No tardaron en retirarse, y la luz se apagó.

Miré a la casa del ingeniero: también estaba sumida en las tinieblas. Solo, en la noche negra, bajo la lluvia, sentía una tristeza profunda, como un hombre perdido en el desierto y ya sin ninguna esperanza. Toda mi vida, la pretérita y la presente, me parecía nula, desprovista de todo interés. ¿Qué podía yo esperar del porvenir?

Sin darme cuenta de lo que hacía, tiré con todas mis fuerzas de la campanilla de la puerta del ingeniero Dolchikov, la arranqué y eché a correr a carrera tendida, calle arriba, como un chiquillo, empujado por el temor de que saliesen en seguida y me reconociesen.

A una gran distancia me detuve para tomar aliento. La calle permanecía silenciosa.

Sólo se oía el ruido de la lluvia y el de los golpes de un sereno sobre una plancha de hierro.

Durante una semana no visité a la familia Dolchikov.

Nos quedamos sin trabajo, sufrimos toda clase de privaciones. Vendí mi traje nuevo por cuatro cuartos y me comí el dinero. A veces encontraba un trabajo penoso para un día, que me producía de diez a veinte «kopecks». Cubierto de barro, temblando de frío, trabajaba como un forzado y encontraba en ello cierta satisfacción moral: me vengaba en mí mismo de las langostas, los quesos y otros buenos bocados que había saboreado en casa de Dolchikov.

Ni aun en medio de esta vida llena de miserias dejaba nunca de pensar en María Victorovna. La amaba. Sí, aquello era amor, el amor más apasionado. Cuando me acostaba, cansado, mojado, muchas veces hambriento, mi imaginación evocaba al punto su imagen y se forjaba cuadros seductores. Y aquel amor me daba fuerzas para sufrir, como si fuera por ella por quien yo padecía tan terrible vida.

Una noche en que había caído una copiosa nevada, en que parecía que el invierno había vuelto, encontré en mi cuarto a María Victorovna. Estaba sentada, envuelta en su abrigo de pieles, las manos dentro del manguito.

-¿Por qué no viene usted ya a casa? -me preguntó, clavando en los míos sus ojos claros y expresivos.

Yo estaba tan turbado por la alegría, que no podía contestar, y permanecía en pie, ante ella, en la misma actitud que ante mi padre cuando me pegaba.

Ella me miraba fijamente y no se me ocultaba que se daba cuenta de la causa de mi turbación.

-¿Por qué no viene usted a verme? -repitió-. ¡Ya que usted no quiere venir a mi casa, vengo yo a la suya!

Se levantó y se aproximó a mí.

-¡No me abandone usted! -me dijo.

Vi brillar las lágrimas en sus ojos.

-¡No me abandone usted! ¡Estoy sola, no tengo a nadie en el mundo!

Y buscando el pañuelo, para secarse las lágrimas, se sonreía.

Hubo unos instantes de silencio. La abracé, la atraje hacia mí y di un largo beso en sus labios. Al besarla, me hice sangre en la cara con el alfiler de su sombrero.

Momentos después nos pusimos a hablar como si nos amáramos hacía mucho tiempo.

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