Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo XVIII

Minutos después, mi hermana y yo caminábamos por la calle. Yo la cubría con un e


capítulo XVIII

Minutos después, mi hermana y yo caminábamos por la calle. Yo la cubría con un extremo de mi gabán para protegerla mejor contra el frío.

Caminábamos muy de prisa, eligiendo las callejuelas obscuras, esquivando a las gentes que venían a nuestro encuentro. Nuestra marcha parecía huida.

Ella no lloraba ya, y sus ojos secos miraban tristemente. Hasta el arrabal Makarija, donde ya la llevaba, sólo había veinte minutos de camino a pie; pero durante este corto trayecto hablamos de todo, evocamos los recuerdos de nuestro pasado, deliberamos y tomamos decisiones en lo concerniente a nuestra situación actual.

Decidimos que no podíamos permanecer más en la ciudad y que en cuanto yo obtuviera algún dinero marcharíamos a otro sitio cualquiera.

En la mayor parte de las casas se dormía ya, y las luces estaban apagadas; en otras se jugaba a la baraja. Todas aquellas casas nos inspiraban pena y temor; hablábamos del salvajismo, de la grosería y de la ruindad de aquellas gentes, de aquellos aficionados al arte dramático a quienes acabábamos de asustar de tal manera. Yo me preguntaba en qué eran superiores aquellas gentes estúpidas, crueles, perezosas, deshonestas, que vivían como parásitos, a los «mujicks» de Kurilovka, borrachos y supersticiosos, o a los animales que se espantan ante todo lo que turba la monotonía de su vida limitada por los instintos de bestias.

Me imaginaba los sufrimientos que habría padecido mi hermana de seguir en casa de mi padre. ¡Qué larga serie de martirios y humillaciones por parte de mi padre, de los conocidos, del primero que pasara! ¡Eran muy crueles en la ciudad! No se conocía la piedad. Recuerdo gentes que hacían, con cierto deleite, sufrir a los suyos: maridos que torturaban a sus mujeres, chicuelos que martirizaban los perros y arrancaban una a una las plumas a los gorriones vivos, que después echaban al agua. Sí, eran muy crueles nuestros paisanos. Desde mi infancia tuve ocasión de observar numerosos sufrimientos inútiles causados por la maldad de las gentes. No podía comprender cuál era la base moral de la vida de aquellos sesenta mil habitantes; me preguntaba para qué leerían el Evangelio, rezaban, frecuentaban la iglesia, leían periódicos y libros. ¿Qué influencia había tenido en ellos todo lo que había producido la cultura? ¡Ninguna! Vivían en la misma obscuridad de alma, de la misma manera casi bárbara que hace cien o trescientos años. De generación en generación se les hablaba de la verdad, de la misericordia, de la libertad; pero esto no les impedía mentir hasta la muerte, desde la mañana a la noche, martirizarse los unos a los otros y odiar la libertad con tanta furia como si fuese su peor enemigo.

-¡Mi suerte, pues, está decidida! -dijo mi hermana cuando ya nos hallábamos en mí casa-. Después de lo que acaba de pasar, yo no puedo volver allá. ¡Dios mío, me siento tan dichosa! Me siento tan aliviada como si me hubieran quitado de encima un gran peso.

Se acostó. Las lágrimas brillaban en sus ojos; pero su rostro conservaba la expresión de felicidad. Se durmió, y su sueño fue profundo y se adivinaba que sentía, en efecto, un gran consuelo. Hacía mucho tiempo que no tenía un sueño tan tranquilo.

. . . . . . . . . .

A partir de este día vivimos juntos. Mi hermana estaba alegre, gozosa, cantaba a todas horas y aseguraba que se encontraba bien. Los libros que yo llevaba de la biblioteca no los leía; empleaba el tiempo en soñar y hablar del porvenir. Arreglando mi ropa o ayudando a nuestra vieja nodriza a hacer la cocina, hablaba sin cesar de Vladimiro, de su inteligencia, de su extraordinaria erudición. Yo fingía compartir su opinión sobre el doctor; pero, en el fondo de mi corazón, no le amaba.

Ella decía que quería trabajar, crearse una posición económica independiente. Había decidido, cuando su salud se lo permitiera, hacerse maestra de escuela o enfermera.

Amaba apasionadamente al hijo que esperaba. Aún no había nacido; pero ella sabía ya qué ojos, qué manos tendría y cómo se reiría. Le gustaba hablar de su educación: y como Vladimiro era para ella el mejor de los hombres, sólo tenía un deseo: que su hijo fuese el vivo retrato de su padre. De este asunto hablaba sin cesar, y sus conversaciones la animaban, la llenaban de alegría. Escuchándola, también yo me regocijaba sin saber por qué.

El estado de su espíritu soñador se me contagiaba. No leía nada y pasaba el tiempo soñando. Las noches, a pesar de la fatiga natural después del día de trabajo, me paseaba por la habitación, metidas las manos en los bolsillos, y hablaba de Macha.

-¿Qué opinas tú? -pregunté a mi hermana ¿Cuándo regresará de Petersburgo? Me parece que volverá para las fiestas de Navidad, a más tardar. Nada tiene que hacer allí.

-Sí, volverá pronto; la prueba es que no ha escrito más.

-¡Es verdad!- contesté, aunque en el fondo de mi corazón sabía que Macha nada tenía que hacer en la ciudad.

La echaba mucho de menos y me aburría terriblemente.

Cuando mi hermana me aseguraba que Macha volvería pronto, me confortaba con una ilusión agradable y yo hacía esfuerzas por creerlo.

Cleopatra esperaba a su Vladimiro; yo a mi Macha, y los dos hablábamos sin cesar de él y de ella, hacíamos proyectos sobre nuestra próxima dicha, paseábamos agitados por la habitación, reíamos. No advertíamos que por nuestra culpa la vieja Karpovna no podía dormir. Permanecía echada sobre la hornilla y balbuceaba con voz apagada:

-La cafetera hace esta noche un ruido terrible. Esto es un mal presagio... presiento alguna desgracia... ¡Ah, Dios mío, Dios mío!

Nadie nos visitaba, aparte el cartero que traía a mi hermana las cartas de VIadimiro. Alguna vez entraba por la noche en nuestra habitación el hijo adoptivo de Karpovna, Prokofy. Estaba unos minutos y se marchaba sin haber pronunciado una sola palabra. Pero luego le oía yo en la cocina decir a Karpovna:

-Cada hombre debe permanecer en la clase social donde ha nacido. Desgraciado de aquel que quiere rebasar los límites que le han sido designados al nacer.

Una vez, a fines de diciembre, cuando yo pasaba por delante de la carnicería, me invitó a entrar unos instantes. Sin tenderme la mano, me declaró que iba a hablarme de un asunto importante. Estaba amoratado del frío y del «vodka» que acababa de beber. Cerca de él estaba el dependiente Nikolka, con cara de bandido y con un cuchillo cubierto de sangre en las manos.

-Desea exponer a usted una idea -dijo Prokofy en tono solenme-. Esta situación no puede prolongarse. Usted comprenderá que podemos tener disgustos. Naturalmente, mamá no se atreve a decírselo a usted; pero yo es preciso que se lo declare de una manera formal: su hermana, en el estado en que está, no puede continuar en nuestra casa. Es preciso que se marche. Tal como usted me ve, yo no puedo aprobar la conducta de su hermana.

Salí de la carnicería.

El mismo día, mi hermana y yo nos instalamos en casa de Nabó. Como no teníamos dinero para tomar un coche, marchamos a pie. Yo llevaba un paquete con diferentes objetos; mi hermana caminaba con las manos vacías; pero, a pesar de esto, el viaje la fatigó y sufría, preguntando con frecuencia si tardaríamos mucho en llegar.


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