Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo XVII

El domingo, después de comer, recibí la visita de mi hermana. Tomamos juntos el


Capítulo XVII

El domingo, después de comer, recibí la visita de mi hermana. Tomamos juntos el te.

-Ahora leo mucho -me dijo, enseñándome los libros que había llevado de la biblioteca municipal-. Se lo debo a tu mujer y a Vladimiro: ellos despertaron mi espíritu. Me han salvado, y gracias a ellos me siento ahora un ser humano digno de serlo. Antes estaba siempre preocupada con cosas fútiles; pensaba en que consumíamos demasiada azúcar, que era preciso aliñar pepinos, comprar coles para el invierno, etc., etc. Estas ideas me inquietaban y me quitaban el sueño. Ahora tengo también preocupaciones, pero son de otra naturaleza: mi alma está conturbada porque he pasado de esa manera estúpida toda la vida. Siento menosprecio por mi pasado, siento pesar de este pasado, y a mi padre lo considero un enemigo. ¡Ah, qué agradecida estoy a tu mujer! ¡Y Vladimiro! Es un hombre admirable. Entre los dos me han abierto los ojos...

-Es peligroso que sufras insomnios -le dije.

-¿Tú crees tal vez que estoy enferma? Nada de eso. Vladimiro me ha reconocido escrupulosamente como médico y dice que mi salud es excelente. Además, no es lo único que me interesa: quiero estar segura de que marcho por el buen camino. Dime, ¿tengo razón, o no?

Mi hermana tenía necesidad de un apoyo moral, esto era evidente para mí. Macha se habla marchado y el doctor Blagovo también; no quedaba en la ciudad nadie, excepto yo, que pudiera decirle que hacía bien.

Me dirigió una mirada escrutadora, esforzándose en leer en mi rostro mis pensamientos. Si yo guardaba ante ella silencio o me sumía en mis reflexiones, creería que era a causa de ella y se pondría triste. Era preciso prestar mucha atención a su mirada, y cuando me preguntara si tenía razón, apresurarme a contestarle que sí y que la quería entrañablemente.

-¿No sabes? En casa de Achoguin me han repartido un papel -me dijo-. Quiero tomar parte en los espectáculos de aficionados. Quiero vivir, gozar plenamente la vida. Naturalmente, yo no tengo talento; por lo tanto, el papel que me han repartido es insignificante -unas diez líneas en total-; pero, al menos, eso es infinitamente más noble y elevado que ocuparse del hogar, hacer economías y vigilar a la servidumbre para que no se consuma demasiado pan o azúcar. Pero lo que me interesa sobre todo es demostrar a papá que soy capaz de protestar contra la tiranía a que ha querido someterme.

Después de tomar el té se acostó en cama largo rato, sumamente pálida, los ojos cerrados.

-¡Me siento muy débil! -dijo levantándose-. Vladimiro afirma que todas las mujeres y las jóvenes que habitan en las ciudades están anémicas debido a la inactividad. ¡Tiene razón! Es preciso trabajar: esto es la sola y única salud. Sí, es preciso trabajar. Vladimiro tiene mil veces razón. Es un hombre de una inteligencia extraordinaria.

Dos días después fue a casa de Achoguin para tomar parte en el ensayo. Llevaba vestido negro, collar de corales al cuello con un gran broche pasado de moda; en las orejas, grandes pendientes con gruesos brillantes. Sentí angustia al mirarla: de tal manera su

-¡Cleopatra de Egipto! -dijo alguien a media voz, riendo.

Tenía en la mano un cuaderno con un papel.

Se esforzaba en parecer una señorita distinguida, bien educada, que sabía perfectamente presentarse en sociedad, pero no lo lograba; al contrario, su aspecto era amanerado y ridículo. No había ya en ella la sencillez y gentileza natural que le eran habituales.

-Le he dicho a papá que venía al ensayo -comenzó a decirme- y me ha gritado que me niega su bendición paternal, y tenía también la intención de pegarme.

Miró un momento su cuaderno y agregó:

-Figúrate, no sé mi papel. Seguramente tendré muchas equivocaciones en escena. Pero, en fin, ¡la suerte está echada! Sí, la suerte está echada; estoy decidida...

Me parecía que todo el mundo la miraba, y me asusté de la grave determinación que acababa de tomar. Estaba convencida de que esperaban de ella algo extraordinario. Habría sido inútil tratar de persuadirla de que nadie se ocupaba de gente tan humilde y poco interesante como ella y yo.

Antes del tercer acto no tenía nada que hacer. En este acto representaba el papel de una comadre de provincias, que debía permanecer un instante tras la puerta para escuchar, y luego entrar en escena y decir un breve monólogo.

Antes de salir a escena, durante más de hora y media, en tanto que el ensayo de los dos primeros actos seguía su curso, ella siguió a mi lado, musitando sin cesar su papel y apretando con mano nerviosa el cuaderno. Pensaba que la atención de todo el mundo estaba fija en ella y que todos esperaban con impaciencia su salida a escena. Con mano temblorosa alisaba sus cabellos y decía:

-Ya verás, no recordaré el papel. Tengo un presentimiento... mi corazón late con violencia. Si lo oyeses... Tengo tanto miedo como si me fueran a ahorcar...

Al fin llegó el momento:

-¡Cleopatra Alexeyevna, prevenida! -le dijo el segundo apunte.

Salió hasta mitad de la escena. En su rostro se pintaba el terror. En aquel momento estaba fea, torpe.

Durante un minuto permaneció inmóvil, como paralizada y sólo sus pendientes se balanceaban.

-Por la primera vez es permitido leer el cuaderno -le dijo alguien.

Yo la veía temblar de pies a cabeza, de tal modo que no podía abrir el cuaderno. Iba a aproximarme a ella para sacarla de escena y calmarla; pero en aquel momento cayó de improviso de rodillas y comenzó a llorar como una loca.

Todos estaban confusos, emocionados, llenos de agitación. Mi hermara fue rodeada por todos lados. Sólo yo permanecí como clavado en mi sitio junto a los bastidores, lleno de espanto, sin comprender nada de lo que acababa de pasar ni saber qué debía hacer.

La levantaron y se la llevaron de la escena. Ana Blagovo se aproximó a mí. Yo no la había visto antes, y surgió ante mí como si brotase de la tierra. Llevaba sombrero y un velo sobre la cara y, como siempre, su actitud era la de una persona que sólo iba allí por unos instantes.

-Le recomendé que no aceptara el papel -dijo con voz alterada, ruborizándose ligeramente-. Ha sido una locura, que usted ha debido impedir...

En aquel momento se acercó a nosotros, con paso rápido y agitado, la señora Achoguin, con una blusita de mangas cortas, manchada de ceniza, delgada y derecha como una tabla.

-¡Es horrible, amigo mío! -me dijo retorciéndose las manos y mirándome, según su costumbre, a los ojos- ¡Es terrible! Su hermana está en una situación... ¡Está embarazada! ¡Llévesela, se lo ruego!

Estaba tan turbada, que casi se ahogaba.

Algo separadas, permanecían sus tres hijas, delgadas y rectas como ella, apretadas una con otra, pintado en sus rostros el terror. Diríase que acababan de detener en su casa a un terrible criminal y que su casa estaba deshonrada para toda la vida.

¡Y pensar que esta familia habla luchado toda su vida contra los prejuicios! Estos infelices creían candorosamente que todos los prejuicios y errores de la humanidad sólo consisten en las tres bujías, en la fecha 13 y en el martes...

-¡Le ruego a usted, le suplico! -repetía sin cesar la señora Achoguin, mirándome con la expresión de una mujer agobiada por horrible desgracia-. ¡Le suplico se lleve de aquí a su hermana!...


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