Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo VI

Un domingo recibí la visita inesperada del doctor Blagovo. Llevaba una guerrera


Cápitulo VI

Un domingo recibí la visita inesperada del doctor Blagovo. Llevaba una guerrera blanca, camisa de seda y botas de montar.

-¡Aquí me tiene usted! -me dijo en tono amistoso, dándome un fuerte apretón de manos como un joven estudiante-. Hace tiempo que deseaba verle. Todos los días oigo hablar de usted, y he decidido venir a verle para que hablemos un poco como buenos amigos. Se aburre uno terriblemente en la ciudad. Ni una sola persona con quien poder charlar un rato...

Calló, se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente, y continuó:

-¡Qué calor hace, Virgen Santa! ¿Me permite usted?

Se quitó la guerrera y se quedó en mangas de camisa.

-Bueno, si no tiene usted inconveniente, echaremos un párrafo -me propuso de nuevo.

Yo también me aburría y tenía gana, hacía tiempo, de hablar con alguien que no fuese pintor de brocha gorda. Y aquella visita me placía. Se lo dije.

-Ante todo, he de declararle a usted -comenzó, sentándose en mi cama- que he visto con mucha simpatía el paso decisivo que ha dado, y que su vida actual merece toda mi estimación. Aquí, en esta ciudad, no se le comprende, y no es extraño; como usted sabe, todos nuestros paisanos, casi sin ninguna excepción, son unos salvajes, unas gentes sin cultura, llenas de prejuicios. Se diría que son personajes de Gogol resucitados. Pero usted tiene un alma noble, aspiraciones elevadas. Las adiviné cuando nos conocimos en Dubechnia. Le respeto y quiero estrecharle la mano para demostrárselo.

Hablaba con tono solemne y entusiástico.

Luego de estrecharme fuertemente la mano, prosiguió:

-Para cambiar tan brusca y tan radicalmente de vida como usted acaba de hacerlo, ha debido usted de pasar por una larga lucha interior; para continuar esta nueva vida y mantenerse a la altura de sus ideas, debe usted, sin duda, gastar diariamente gran cantidad de energías espirituales. Ahora bien, dígamelo usted con toda sinceridad: ¿No le parece a usted que sería más razonable, más productivo, gastar esas mismas energías con miras más altas, por ejemplo, con la de llegar a ser un gran sabio o un gran artista? ¿No le parece a usted que su existencia, entonces, sería infinitamente más bella, y más útil a la humanidad?

La conversación de tal manera comenzada siguió su curso. A una de sus objeciones, relativa al trabajo físico, le contesté:

-Es absolutamente necesario que todos, los fuertes y los débiles, los ricos y los pobres, tomen parte, en la misma medida, en la lucha por la existencia. Cada uno debe contribuir, con arreglo a sus fuerzas, en el trabajo humano. El trabajo físico debe ser obligatorio para todos, sin excepción, y sólo así se logrará que desaparezcan todas las injusticias sociales. Sólo así los fuertes dejarán de oprimir a los débiles y la minoría dejará de considerar a la mayoría una bestia de carga que debe trabajar para los parásitos.

-Entonces, a su juicio de usted, ¿todos, sin excepción, deben ocuparse en el trabajo físico?

-Sí.

-¿Pero no cree usted que si todos, incluso los más grandes pensadores y sabios, tomaran parte en la lucha por la existencia, como usted la concibe, es decir, picando piedra y cavando, entregándose al trabajo físico, se vería el progreso seriamente amenazado?

-No. El progreso no se hallaría, en manera alguna, en peligro. El progreso se basa en el amor al prójimo, en el cumplimiento de las leyes morales. Si nadie vive a expensas de los demás ni los oprime, ¿qué más progreso? ¿Existe acaso otro progreso?

-¡Pero, permítame usted! -me replicó el doctor, encolerizado de pronto-. ¡Si cada uno se dedica por entero al perfeccionamiento de su propia persona y a la contemplación de su propia belleza moral, no hay progreso posible!

-¿Por qué? Si para mantener su famoso progreso de usted es preciso que unos trabajen para otros, alimentándolos, vistiéndolos, defendiéndolos, con riesgo de su vida, contra sus enemigos, tal progreso no vale un comino, pues se basa en una tremenda injusticia.

-Usted constriñe la idea del progreso -objetó vivamente Blagovo-. Lo reduce a algo demasiado pequeño, a algo mezquino. El progreso no puede ser limitado por las necesidades y las aspiraciones de tal o cual grupo de gentes. Tiene un carácter universal y no se somete a nuestros deseos. Escapa a nuestra comprensión y desconocemos sus fines.

-Entonces, ¿ni siquiera nos es dable saber adónde puede conducirnos ese famoso progreso? En ese caso la vida no tenía sentido.

-¿Y qué falta nos hace saber adónde se dirige la humanidad? El saberlo sería aburrido y la vida perdería todo interés. Subo por la escala que se llama progreso, civilización, cultura; subo sin saber adónde iré a parar; pero no me enoja. El camino en sí es tan hermoso que sólo el avanzar por él vale la pena de vivir. Y usted, que busca el sentido de la vida, ¿para qué vive? ¿Para luchar contra la opresión de unos por otros? ¿Para que un gran pintor y el que le fabrica los colores puedan tener el mismo dinero? Ese es el lado prosaico, filisteo de la vida; es su segundo término, la cocina, la fachada trasera, y le aseguro a usted que no tiene nada de intersante. No vale la pena de vivir para eso. Hasta sería repugnante vivir para eso. Si hay bestias que se devoran unas a otras, ¿qué se le va a hacer? ¡Allá se las hayan! No deben preocuparnos. Nunca será posible salvarlas de su estupidez, y están destinadas a la podredumbre. Lo que nos debe preocupar es el grande y radiante porvenir de la humanidad...

Aunque discutía conmigo en tono apasionado, Blagovo parecía preocupado por otra cosa y daba muestras de cierta inquietud.

-Probablemente su hermana de usted no vendrá ya -dijo, luego de consultar el reloj-. Ayer estuvo en casa y dijo que vendría hoy.

Se quedó silencioso un instante y continuó después:

-Habla usted de la esclavitud, de la explotación de unos por otros; pero eso son detalles, cuestiones de harto escasa importancia al lado del progreso humano, considerado en conjunto. Esas cuestiones las va resolviendo la humanidad poco a poco, a medida que evoluciona.

-Sí; pero en la espera de que resuelva esas cuestiones no podemos permanecer con los brazos cruzados, no podemos limitarnos a ser espectadores pasivos de todas las injusticias. Cada uno de nosotros debe resolver por sí mismo la cuestión del bien y del mal. Por otra parte, nada nos indica que la humanidad evolucione con rumbo al bien. Junto al desarrollo de las ideas humanitarias contemplamos el de ideas de muy distinto género. La servidumbre ha sido abolida; pero en su lugar yergue la cabeza el capitalismo. Y en plena floración de las ideas emancipadoras, la explotación del hombre por el hombre sigue su curso: exactamente igual que en la Edad Media, la minoría continúa alimentándose, vistiéndose, y haciéndose defender por la mayoría, que continúa hambrienta, desnuda y sin defensa.

-Pero no se puede negar que la humanidad mejora de día en día.

-No lo veo. Las injusticias más atroces subsisten al lado de las más nobles corrientes de ideas y del desenvolvimiento de la ciencia y del arte. El arte de explotar al prójimo se desenvuelve al unísono de las demás artes. Es verdad que la servidumbre ha sido jurídicamente abolida; pero la hemos resucitado, revistiéndola de otras formas más refinadas, y nos hemos hecho bastante inteligentes para justificarla con toda suerte de sofismas. Pese a todas las nobles ideas de que hacemos gala, si la gente pudiera encargar de sus funciones fisiológicas más desagradables a sus servidores, lo haría sin titubear; y para justificarlo, argüiría que los sabios, los artistas, los pensadores, no pueden malgastar su precioso tiempo en cierta clase de funciones sin grave peligro del progreso humano...

En aquel instante entró mi hermana. Al ver al doctor se turbó mucho y dijo, momentos después de llegar, que era ya tarde y que la esperaba papá.

-¡Cleopatra Alexeyevna! -exclamó Blagovo con acento persuasivo-. ¿Qué daño puede haber para su padre de usted en que pase usted media hora conmigo y su hermano?

Había en su voz tal expresión de sinceridad que convencía. Mi hermana reflexionó un poco, se echó luego a reír y se llenó de una súbita alegría.

Nos dirigimos a las afueras, nos sentamos sobre la hierba y continuamos nuestra conversación. En la ciudad, frente a nosotros, las ventanas parecían de oro, heridos sus cristales por los rayos del sol.

A partir de aquel día, cada vez que mi hermana venía a verme, venía también el doctor Blagovo. Aparentaban encontrarse en casa por casualidad.

Ella escuchaba atentamente nuestras discusiones, pintados en el rostro la alegría y el entusiasmo. Se diría que un mundo nuevo se abría poco a poco a sus ojos, un mundo cuya existencia no sospechaba y que se esforzaba en conocer una vez entrevisto.

Cuando el doctor no estaba presente, permanecía silenciosa y triste. De cuando en cuando lloraba con un suave llanto; pero no era yo quien la hacía llorar.

En el mes de agosto, Nabó nos anunció que ibamos a trabajar en el camino de hierro, fuera de la ciudad. Dos días antes del fijado para nuestra marcha, mi padre se presentó de pronto en casa.

Se sentó, se secó la frente sudorosa con el pañuelo, y sin mirarme, lentamente, extrajo de un bolsillo de su americana el periódico local, y casi deletreando me leyó una noticia referente a mi antiguo compañero de colegio, el hijo del director del Banco. Aquel joven había sido nombrado no sé qué de gran importancia en el ministerio de Hacienda.

-Y ahora -dijo mi padre, doblando despaciosamente el periódico- vuelve los ojos a ti mismo: vas vestido de andrajos como el más miserable de los canallas. Hasta la gente humilde procura recibir alguna instrucción para ocupar en el mundo un lugar lo mejor posible, y tú, Poloznev, que procedes de una familia noble, que ha dado a la patria hombres ilustres, te empeñas en vivir en el cieno, en los bajos fondos sociales...

Se levantó, me dirigió una mirada llena de cólera, y añadió:

-Pero no he venido para hablar de ti, pues harto se me alcanza que sería tiempo perdido. He venido a preguntarte: ¿Dónde está tu hermana, miserable? Salió de casa después de comer, y aunque son ya las ocho, no ha vuelto todavía. Ha comenzado no hace mucho a salir con frecuencia sin decirme nada. Ya no es la hija respetuosa que era. Adivino en ello tu influencia nefasta, sinvergüenza. ¿Sabes dónde está?

Llevaba en la mano el paraguas de marras. Creí que se disponía a sacudirme el polvo como había hecho tantas veces, y sentí el temor infantil de un escolar a quien va a castigar el maestro. Mi padre advirtió la mirada que dirigí al paraguas y se dominó.

-Tú ya no me interesas -dijo-. Te privo de mi bendición paternal. Te he arrancado completamente de mi corazón.

La vieja Karpovna, que oía nuestra conversación, suspiró.

-¡Dios mío, Virgen Santa! -balbuceó-. ¡Estás perdido para siempre! Acabarás mal...

. . . . . . . . . .

Comencé a trabajar en el camino de hierro.

El mes de agosto fue lluvioso, húmedo y frío. El mal tiempo impedía transportar el trigo. Por todas partes se veían montones de trigo altos como colinas. A causa de las lluvias se iban ennegreciendo de día en día y desmoronándose.

Era difícil trabajar: cuanto hacíamos nosotros lo desbarataba la lluvia. No se nos permitía vivir en los edificios de las estaciones y teníamos que guarecernos en sucias y húmedas cabañas construidas por los obreros. Yo pasaba unas noches muy malas tiritando de frío y de humedad. Con frecuencia, los obreros de la línea venían a armarnos camorra, y con el menor pretexto nos vapuleaban. Esto constituía para ellos una manera de deporte que les divertía mucho. Nos sacudían el polvo, nos robaban los colores y, para hacernos rabiar, nos destruían el trabajo.

Por si esto era poco, Nabó empezó a pagarnos sin regularidad. Bajo la dependencia de otros contratistas, recibía de ellos muy poco dinero y no ganaba lo bastante para poder pagarnos bien. Por otra parte, las lluvias incesantes nos impedían trabajar y perdíamos mucho tiempo. Los obreros, hambrientos y sin un cuarto en el bolsillo, se daban a todos los demonios y estaban dispuestos a pegarle a Nabó una paliza. Le insultaban, le llamaban canalla, mala sangre, Judas. El desventurado suspiraba, procuraba calmarlos y acababa por ir a casa de la generala Cheprakov en demanda de un pequeño préstamo.

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