Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo IV

Un día, después de almorzar, entró en mi cuarto, jadeante, y me gritó:


Capítulo IV

Un día, después de almorzar, entró en mi cuarto, jadeante, y me gritó:

-¡Ven en seguida! ¡Tu hermana está ahí!

Salí corriendo.

En efecto: ante la casa grande había parado un carruaje, junto al cual se hallaban mi hermana, Ana Blagavo, y un señor con uniforme de oficial. Cuando estuve cerca le reconocí: era el hermano de Ana Blagovo, un joven médico militar.

-Hemos venido -me dijo- a merendar con usted. ¿Aprueba usted la idea?

Mi hermano y su amiga se advertía que deseaban preguntarme qué tal estaba allí; pero me miraban sin hablarme. Yo también guardaba silencio. Comprendieron que distaba mucho de ser feliz. Los ojos de mi hermana se llenaron de lágrimas, y la señorita Blagovo se puso un poco colorada.

Nos dirigimos al jardín. El doctor marchaba delante, y decía a cada momento con entusiasmo:

-¡Dios mío, qué atmósfera, qué deliciosa atmósfera! Se respira a pleno pulmón...

Su aspecto era tan juvenil que se le podía tomar por un estudiante. Su manera de hablar y de andar eran de estudiante también, y la mirada viva, sencilla y franca de sus ojos grises no tenía nada que envidiarle a la de un buen estudiante idealista. Junto a su hermana, alta y hermosa, parecía débil y exiguo. Su perilla era poco poblada y su voz no muy varonil, aunque agradable.

Estaba de médico en un regimiento, en una ciudad lejana, y había venido a pasar las vacaciones en casa de su padre. Decía que para el otoño se iría a Petersburgo a obtener el diploma de profesor.

Era ya padre de familia. Tenía mujer y tres hijos. Se había casado muy joven, siendo aún estudiante de segundo año. Se decía en la ciudad que no era feliz en su matrimonio y que vivía separado de su mujer.

-¿Qué hora es? -preguntó con inquietud mi hermana-. Tenemos que volver temprano. Papá me ha dicho que esté en casa a las seis.

-¡Dios mío, siempre su papá -suspiró el doctor.

Puse a hervir agua en el samovar. Tomamos el té sobre una alfombra que extendí en el jardín, frente a la terraza. El doctor bebía de rodillas y aseguraba encontrar en ello un hondo placer.

Luego, Cheprakov fue a buscar la llave de la casa grande, abrió la puerta que daba a la terraza y entramos todos. Reinaban en el caserón las sombras y el misterio; olía a setas, y nuestros pasos resonaban sordamente como si bajo nuestros pies hubiese una profunda cueva.

El doctor se aproximó al piano y, sin sentarse, paseó los dedos por el teclado. Le respondieron algunos sonidos débiles, tremantes, roncos, pero todavía melodiosos. Luego tarareó una romanza e intentó tocar el acompañamiento, lo que no consiguió, pues a veces oprimía en vano las teclas: algunas notas estaban paralizadas.

Mi hermana le escuchaba cantar. Ya no se preocupaba de volver a casa temprano. Conmovida, turbada, iba y venía por el salón y decía de cuando en cuando:

-¡Qué contenta estoy, qué contenta!

Lo decía como con asombro, como si le pareciese inverosímil poder también ella estar alegre. En efecto, era la primera vez en la vida que yo la veía de aquel humor. Estaba hasta más bella.

En puridad -sobre todo de perfil-, no era bonita; su nariz y su boca le daban una expresión un poco extraña, semejante a la de quien está soplando; pero tenía unos hermosos ojos negros; en su faz, bondadosa y triste, había una palidez delicada, exquísita; el verla hablar producía una impresión muy grata; diríase que se embellecía cuando hablaba. Ambos nos parecíamos a nuestra difunta madre: éramos fuertes, anchos de espaldas, vigorosos; pero mi hermana hacía tiempo que estaba descolorida y enfermiza tosía con frecuencia, y yo a veces sorprendía en sus ojos la expresión de las gentes heridas de muerte que se esfuerzan en ocultar su enfermedad.

En la alegría que manifestaba aquella tarde había algo de ingenuo, de infantil. Se diría que en su alma había despertado de pronto el júbilo de los primeros años de la niñez que había procurado ahogar una educación severa. Me parecía asistir a la resurrección de tal contento y a su lucha por romper las cadenas que hasta entonces lo habían sujetado. No había visto nunca así a mí hermana. Pero cuando empezó a anochecer y el carruaje estuvo dispuesto para retornar con mis visitantes a la ciudad, mi hermana enmudeció de pronto y se puso muy triste. Ocupó su sitio en el coche con el aire abatido de un reo al sentarse en el banquillo.

Se fueron y de nuevo tornó el silencio en torno mío.

Recordando que Ana Blagovo no me había dirigido en toda la tarde la palabra, pensé: «¡Qué muchacha más extraña!».

Los días sucedíanse monótonos, iguales los unos a los otros. Yo me aburría terriblemente. La ociosidad, unida a la ignorancia en que me encontraba en lo tocante a mi situación, gravitaba pesadamente sobre mí. Descontento de mí mismo, inerte, casi siempre con hambre, pues la alimentación que me daba la señora Cheprakov era insuficiente, vagaba por la finca esperando con ansia el momento propicio para irme de allí.

Una tarde, encontrándose en nuestro pabellón el pintor Nabó, llegó, de un modo inesperado, el ingeniero Dolchikov. Venía tostado por el sol y cubierto de polvo. El viaje hasta Dubechnia lo había hecho en una locomotora, y desde la estación había venido a pie.

Mientras llegaba el coche que debía conducirle a la ciudad, pasó revista a toda la finca, dando, a grandes voces, diferentes órdenes. Después se sentó en nuestro pabellón y empezó a escribir cartas. Durante ese tiempo llegaron algunos despachos dirigidos a él, a los que contestó expidiendo él mismo sus respuestas. Nosotros permanecíamos en pie, en una actitud respetuosa.

-¡Qué desorden, Dios mío, qué desorden! -dijo después de un corto examen de los papeles que había sobre la mesa-. Dentro de dos semanas transportaré la oficina a la estación, y, verdaderamente, no sé qué haré de ustedes...

-Yo procuro hacer mi servicio lo mejor posible, excelencia -contestó Cheprakov.

-No lo veo -replicó Dolchikov-. Lo único que les interesa a ustedes- añadió mirándome a mí- es recibir dinero. Ponen ustedes todas sus esperanzas en la protección y sólo piensan en hacer rápidamente carrera. Pero a mí no me gusta eso. Yo nunca me he valido de la protección. Antes de ser lo que ahora soy he sido, maquinista y trabajado rudamente en Bélgica.

Luego se volvió a Nabó y le preguntó:

-¿Y tú qué hacías aquí? ¿Bebíais juntos «vodka»?

Su acento era desdeñosísimo: despreciaba a los pobres y los calificaba de canallas, inútiles y borrachos. Con los pequeños empleados era cruel; los condenaba a multas sin piedad alguna, y los despedía por un quítame allá esas pajas. Por fin llegó el coche.

Antes de irse, el ingeniero nos amenazó con echarnos a las dos semanas, nos dirigió unas cuantas palabras severas a cada uno y, sin decir siquiera adiós, le gritó al cochero que arrease.

-Andrés Ivanovich -le dije a Nabó-, permítame trabajar con usted.

-¿Por qué no? ¡Vamos!

Y echamos a andar ambos en dirección a la ciudad.

Cuando la finca y la estación se quedaron atrás, le pregunté al pintor:

-Andrés Ivanovich, ¿a qué ha venido usted a Dubechnia?

-Negocios, muchacho. Algunos de mis obreros trabajan en el camino de hierro. Además, tenía que pagarle a la generala Cheprakov los intereses. El año pasado me prestó cincuenta rublos a condición de que le pagase un rublo cada mes.

Se detuvo, me cogió un botón de la americana, me miró fijamente y añadió con el tono solemne de un predicador:

-¿Quiere usted que le diga una cosa, querido? Un hombre sencillo o avisado que se hace pagar intereses, aunque sean muy pequeños, es un criminal. Un hombre así se encuentra a mil verstas de la verdad. ¿Tengo razón o no la tengo?

¿Cómo iba yo a negarle que la tenía? Miraba su rostro enjuto, pálido, enfermizo, y callaba.

-¡Cuánto pecado comete la gente! -exclamó, cerrando los ojos-. ¡Que Dios la perdone! Todo somos pecadores...

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