Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo VIII

Una noche volví muy tarde a mi posada, de casa de María Victorovna,


Capítulo VIII

Una noche volví muy tarde a mi posada, de casa de María Victorovna, con quien había pasado la velada, y encontré en mi cuarto a un joven oficial de policía, engalanado con un uniforme nuevecito, que hojeaba un libro, sentado ante mi mesa.

-¡Por fin! -exclamó al verme entrar.

Salió a mi encuentro, desperezándose como tras un largo sueño.

-Es la tercera vez que vengo hoy a buscarle a usted. He perdido todo el día. He aquí de lo que se trata: su excelencia el señor gobernador ordena que se presente usted a él mañana, a las nueve de la mañana. ¡Sin falta!

Me hizo firmar un compromiso de ejecutar exactamente la orden del gobernador, y se marchó.

Aquella visita del oficial de policía y la invitación inesperada del gobernador me causaron muy mala impresión. Desde mi niñez les había tenido un miedo irresistible a los gendarmes, a los policías, a los jueces, en fin, a toda la gente para quien es un derecho, casi un deber, hacer daño a los demás. Y entonces también experimenté una gran inquietud, como si fuera autor de un crimen.

No pude conciliar el sueño. Karpovna y su hijo adoptivo, el obeso Prokofy, también estaban inquietos con la visita del oficial de policía, y no podían pegar los ojos. Además, Karpovna tenía un horrible dolor de oído, se quejaba, y de cuando en cuando se echaba a llorar.

Como me oyese, desde el otro lado del tabique, dar vueltas en la cama, Prokofy entró en mi cuarto, con una luz en la mano, y se sentó junto a mi mesa.

-Debía usted beber un poco de «vodka» -me dijo-. El «vodka» es la sola y única salud. Tambien convendría verter un poco de «vodka» en la oreja de mamá; pero no quiere.

A cosa de las tres se dispuso a irse al matadero en busca de la carne para su establecimiento. Convencido de que no podría dormir ya, y por matar el tiempo, me fui con él.

La noche era obscura. Prokofy llevaba en la mano una linterna, con la que alumbraba el camino. Subimos a un trineo. Un muchachuelo de trece años, llamado Nicolka, con cara de bandido, que estaba empleado en la carnicería de Prokofy, nos servía de cochero. Con una voz ronca de persona mayor, imitando a los cocheros de verdad, arreaba a las caballerías.

Por el camino me dijo Prokofy:

-Probablemente le sacudirán a usted el polvo en casa del gobernador. Porque, mire usted, hace cosas que no le convienen. Cada hombre debe seguir el camino que está destinado a seguir según su nacimiento. Unos nacen para ser gobernadores u oficiales, otros para ser obispos o capellanes, otros para ser médicos o abogados. Usted no ha nacido para ser simple obrero, y naturalmente, la gente de su clase no está dispuesta a permitir que lo sea usted...

El matadero estaba detrás del cementerio. Hasta aquella noche yo no lo había visto de cerca. Lo formaban tres grandes cobertizos de aspecto sombrío, rodeados de una tapia gris. Cuando hacía viento, llegaba de aquel edificio a la ciudad un olor malsano y abominable.

Entré en el patio, tropezando a cada paso con los caballos de los trineos cargados de carne. Una porción de hombres con linternas encendidas en la mano se insultaban y se injuriaban sin cesar. Prokofy y Nicolka hacían lo propio, como si el lugar obligase a la gente a ponerse de vuelta y media. Se oían por todas partes gritos, juramentos, relinchos.

Olía a cadáver y a estiércol. Los charcos de nieve derretida mezclada con barro parecían de sangre.

Cargado el trineo de carne, nos encaminamos al establecimiento de Prokofy.

Clareaba ya. El sol estaba a punto de salir. De nuevo en el interior de la ciudad vimos numerosas mujeres -amas y cocineras- que se iban a la compra.

Una vez en la carnicería, Prokofy se puso un delantal blanco y empezó a vender carne. Manchado de sangre, con un hacha en la mano, discutía con las mujeres; aseguraba que la carne lo costaba más cara que la vendía; juraba, se persignaba y gritaba tanto que se le podía oír al otro lado del mercado. Engañaba en el peso y daba piltrafas, y las mujeres, aunque lo advertían, le dejaban hacer lo que te parecía, aturdidas por sus gritos, y sólo alguna vez que otra le dirigían tal o cual palabra poco lisonjera.

-¡Qué bandido! ¡Vaya un granuja!

Al alzar y dejar caer el hacha sobre la carne, tomaba actitudes coquetas y agitaba con tal violencia la herramienta que yo temía que le abriese a alguien la cabeza o le cortara un brazo.

Después de estar un rato en la carnicería, me dirigí a casa del gobernador.

Mi gabán olía a carne y a sangre. De un humor de todos los diablos, yo caminaba como un condenado.

Subí una gran escalera cubierta con una alfombra a rayas. Un señor de frac -probablemente el secretario del gobernador- me indicó la puerta por donde debía entrar, y corrió a anunciar mi llegada.

Entré en un salón amueblado lujosamente pero sin gusto alguno. Entre las ventanas había altos y estrechos espejos. Pretendiendo adornarlas, herían desagradablemente la vista unas cortinas amarillas. Se advertía que los gobernadores que habitaban aquella casa se sucedían unos a otros sin que el mobiliario cambiase nunca. El paso de aquellos funcionarios por allí era tan rápido, que a todos les tenía sin cuidado cómo estaba puesta la casa.

No tardó en reaparecer el señor del frac, que me indicó otra puerta. La abrí y me dirigí a una gran mesa verde, tras la cual me esperaba, en pie, vestido de uniforme y con una condecoración en el pecho, el gobernador. Tenía en la mano una carta.

-¡Señor Poloznev! -me dijo, abriendo, en forma de «O», una boca de a palmo. Le he llamado a usted para hacerle saber lo siguiente: su honorable padre se ha dirigido, por escrito y de palabra, al presidente de la nobleza de la región suplicándole que le haga comprender a usted que su conducta no es admisible en la clase noble a que tiene el honor de pertenecer por su nacimiento. El señor presidente de la nobleza, su excelencia Alejandro Pavlovich, creyendo, con razón, que su conducta de usted es condenabilísima, pero que su llamada al orden sería del todo ineficaz, se ha dirigido a mí, a su vez, para que yo ejerza mi poder administrativo. Aquí está su carta. Me suplica en ella que tome las medidas que juzgue necesarias al objeto de poner fin a este escándalo intolerable...

Hablaba en voz queda y con acento respetuoso, y continuaba en pie como si yo fuera su jefe, y no había en su mirada ni asomos de severidad. En su rostro rugoso se pintaba una falta total de energía. Sus mejillas colgaban como bolsas de cuero. Llevaba teñido el cabello, y su edad no era fácil de determinar: lo mismo pedía tener cuarenta que sesenta años.

-Yo espero -prosiguió- que usted sabrá apreciar la bondad de Alejandro Pavlovich al dirigirse a mí no por la vía oficial, sino por medio de una carta privada. Yo también le he llamado a usted no como un personaje oficial, sino como un particular, y le estoy hablando no como gobernador, sino como un admirador sincero de su padre. Así, pues, señor, le suplico que, o cambie de conducta y vuelva a comenzar la vida que le cuadra a un noble, o se vaya a cualquier otra ciudad donde no le conozcan y pueda hacer lo que le plazca. Si se niega usted a acceder a mi ruego, me veré precisado a tomar medidas extremas respecto de usted.

Durante unos momentos me miró fijamente, en silencio y con la boca abierta.

-¿Es usted vegetariano? -me preguntó de pronto.

-No, excelencia; como carne.

Se sentó y cogió de la mesa un papel.

Comprendí que la entrevista había terminado, saludé y salí.

Había perdido la mañana, y no valía la pena ir a trabajar antes de comer. Me volví a casa, con ánimo de dormir un rato; pero estaba tan nervioso, a causa de la excursión al matadero y de mi visita al gobernador, que no pude pegar los ojos.

Por la noche, muy excitado y de un humor negro, fui a casa de María Victorovna. Le conté mi entrevista con el gobernador. Me miraba asombrada, como si no diera crédito a mi relato, y de pronto se echó a reír como una loca, con una risa alegre, provocativa, de que sólo es capaz la gente muy sana de cuerpo y de espíritu.

-¡Si se cuenta eso en Petersburgo! ¡Dios mío, si se cuenta eso en Petersburgo! -exclamó, casi cayéndose de la silla: de tal modo la risa la sacudía.



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