Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo II

Como no había teatro en la ciudad, solían organizarse funciones de aficionados,


Capítulo II

Como no había teatro en la ciudad, solían organizarse funciones de aficionados, conciertos, cuadros vivos, a beneficio, naturalmente, de los pobres.

Entre los aficionados se distiguía la familia Achoguin, que tenía, como nosotros, su morada en la calle de la Nobleza. Casi siempre los espectáculos se celebraban en aquel amplio caserón. Los Achoguin pagaban todos los gastos y desplegaban gran actividad en los preparativos.

Era una familia de ricos terratenientes. Poseía en el distrito más de tres mil hectáreas de tierra y una hermosa casa de campo. Pero poco amiga de la vida campestre, se pasaba todo el año en la ciudad.

La constituían la madre, una señora alta, delgada, pelicorta, que solía llevar, a la usanza inglesa, una falda lisa y una chaqueta hechura sastre, y tres hijas. Al hablar de ellas no se las designaba por sus nombres de pila, sino que se decía sencillamente: la mayor, la de en medio y la pequeña. Las tres eran feas, de barbilla aguda, cortas de vista y tenían los ojos oblicuos. Vestían como su mamá. Su voz desagradable, opaca, no les impedía tomar parte en los espectáculos. Casi siempre estaban ocupadas en preparativos de conciertos, representaciones teatrales, charadas. Declamaban, recitaban, cantaban. Las tres eran muy graves y no se sonreían nunca; hasta el teatro cómico lo interpretaban de un modo tan serio, si se les asignaban papeles en él, que parecían, más que intérpretes de una farsa regocijada, tenedores de libros.

A mí me divertían las funciones de aficionados, sobre todo los ensayos, en los que reinaba un gran desorden y solía armarse una algarabía infernal, y al final de los cuales se nos convidaba siempre a cenar. Yo no tomaba parte alguna en la elección de obras ni en el reparto de papeles. Mi trabajo consistía en copiarlos, pintar las decoraciones, apuntar, imitar entre bastidores el ruido del trueno, el canto del ruiseñor, etc. Como iba mal vestido y carecía de una posición social honorable, me mantenía durante los ensayos un poco a distancia de la gente, a la sombra de los bastidores y no despegaba los labios.

Pintaba las decoraciones en el patio de casa de los Achoguin y me ayudaba en tal tarea un pintor decorador, o, como se denominaba él mismo, un «contratista de obras pictóricas», llamado Andrés Ivanovich. Era un hombre de unos cincuenta años, de elevada estatura, muy delgado y muy pálido, con la faz rugosa y unas grandes ojeras azules. Su aspecto enfermizo me asustaba un poco. Padecía no sé qué dolencia incurable. Con frecuencia se ponía a morir, pero guardaba cama unos días y se levantaba de nuevo, asombrado él mismo de seguir aún con vida.

-¡A pesar de todo no me he muerto! -decía.

En la ciudad le conocían, más que por Ivanov. por Nabó, no sé con qué motivo. Como a mí, le gustaba mucho el teatro. En cuanto sabía que se preparaba alguna función, dejaba todos sus trabajos y acudía a casa de Achoguin, a pintar las decoraciones.

El día siguiente a mi conversación con mi hermana trabajé en casa de Achoguin desde por la mañana hasta el anochecer.

La hora fijada para el comienzo del ensayo era las siete de la tarde. A las seis ya habían llegado cuantos habían de tomar parte en la función. Las tres muchachas -la mayor, la de en medio y la pequeña- se paseaban por el escenario, cuaderno en mano, recitando sus papeles. Nabó, con un largo gabán rojo y una ancha bufanda, miraba, de pie junto a la puerta, al escenario, como mira, en un templo, el altar un creyente devoto. La señora Achoguin se acercaba ya a uno, ya a otro de los concurrentes y le decía a cada cual una cosa agradable. Tenía la costumbre de mirar fijamente a sus interlocutores y hablarles en voz baja, como si estuviera conversando de un modo muy confidencial.

-Debe de ser dificilísimo el pintar las decoraciones -me dijo quedito, acercándose a mí-. He estado hablando con la señora Mufke de las supersticiones arraigadas en nuestra sociedad. ¡Es terrible! No sabe usted lo que yo he luchado contra ellas. Para que la servidumbre se dé cuenta de lo ridículas que son, mando encender todas las noches tres bujías en mi habitación y procuro hacer en día 13 las cosas importantes. La pobre gente está segura de que tres bujías y la fecha 13 traen desgracia...

En aquel momento entró la hija del ingeniero Dolchikov, una rubia muy bella, vestida, como se decía entre nosotros, lo mismo que una parisién. Nunca tomaba parte en las representaciones; pero en los ensayos se ponía siempre en el escenario una silla para ella y no empezaba la función mientras ella no llegaba, radiante, elegantísima, y no se sentaba en un sillón de primera fila.

Se la respetaba mucho, como a una persona que había vivido largo tiempo en la capital. Sólo ella podía permitirse, durante los ensayos, hacer observaciones críticas. Las hacía con una sonrisa de condescendencia y se advertía que consideraba el espectáculo un juego inocente de niños.

Se decía que había estudiado canto en el Conservatorio de Petrogrado y hasta que me gustaba mucho, y mis ojos solían no apartarse de ella en todo el ensayo.

Inesperadamente se presentó mi hermana en el escenario, puesto el sombrero y el abrigo, y acercándose a mí me dijo:

-¡Ven!

La seguí. Detrás del escenario se hallaba Ana Blagovo, también ensombrerada.

Era la hija del vicepresidente de la Audiencia, que residía en la ciudad desde hacía un sinfín de años, casi desde el día en que la Audiencia se creó. Como era de elevada estatura y muy bien formada, se la invitaba siempre a tomar parte en los cuadros vivos. Cuando aparecía en ellos vestida de hada o haciendo de estatua de la Gloria, parecía turbada en extremo y se ponía colorada hasta la raíz de los cabellos. En las funciones de teatro nunca tomaba parte, y rara vez asistía a los ensayos, en los que, además, no salía de entre bastidores.

Aquel día sólo estuvo unos momentos y ni siquiera entró en la sala.

-Mi padre -me dijo secamente, sin mirarme y ruborizándose- le ha recomendado a usted. El señor Dolchikov le ha prometido darle a usted un empleo en el ferrocarril. Vaya usted a verle mañana. Estará en casa.

Yo la saludé y le di las gracias.

-En cuanto a eso -añadió, señalando al cuaderno de los papeles que yo llevaba en la mano-, lo mejor sería que dejase usted de emplear tiempo en ello.

Luego, ella y mi hermana se acercaron a la señora Achoguin, con la que hablaron en voz baja durante dos minutos, dirigiéndome frecuentes miradas. Parecían deliberar.

-Si le reclaman a usted -me dijo la señora Achoguin, acercándose a mí y mirándome con fijeza- ocupaciones más serias, puede entregar ese cuaderno a otra persona. ¡Deje usted eso, amigo mío, y vaya a sus quehaceres!

Saludé y me fui muy turbado.

Apenas hube yo salido, vi salir a mi hermana y a la señorita Blagovo. Iban hablando con gran calor, probablemente de mí y de mi posible regeneración, y caminaban muy de prisa. Se veía que a mi hermana, que nunca asistía a los ensayos, le remordía la conciencia el haberse estado, en casa de Achaguin, y tenía miedo de que mi padre se enterase.

Al día siguiente, a cosa de la una de la tarde, me presenté en casa del ingeniero Dolchikov.

Me acompañó un criado a un hermoso aposento, que era al mismo tiempo el salón y el cuarto de trabajo del ingeniero. Todo era allí agradable, elegante y producía una impresión extraña en quien, como yo, no estaba acostumbrado a ver un lujo parecido. Ricos tapices, amplios sillones, cuadros con marcos de terciopelo, bronces. Se veían en las paredes retratos de bellas mujeres de rostro inteligente, en actitudes descocadas. Una puerta de cristales ponía la estancia en comunicación con una gran terraza cuyas escalinatas bajaban a un ameno jardín. En la terraza se veía una mesa servida para el almuerzo adornada con profusión de rosas y lilas y bien provista de botellas.

Flotaba en el aire el aroma de un cigarro habano. Sonreían allí el sol, la primavera y la felicidad. Se advertía que en aquella casa moraban el contento, la satisfacción, la ventura.

Ante la mesa de despacho estaba sentada, leyendo un periódico, la hija del ingeniero.

-¿Quiere usted ver a mi padre? -me preguntó-. Está bañándose y no tardará en salir. Tenga la bondad de sentarse.

Me senté.

-Usted vive en la casa de enfrente, ¿verdad? -me dijo, tras un corto silencio.

-Sí.

-Algunas veces me distraigo mirando por la ventana -continuó, sin apartar la vista del periódico- y los veo a usted y a su hermana. Su hermana de usted tiene una cara muy simpática, una cara leal y seria.

En aquel momento entró Dolchikov frotándose el cuello con una toalla.

-Papá, el señor Poloznev te espera hace un ratito.

-Sí; Blagovo me ha hablado de él -contestó el ingeniero, volviéndose a mí sin tenderme la mano-. Pero no puedo ofrecerle nada. No tengo plazas.

Se detuvo frente a mí y me dijo, con un tono tan poco amable que parecía reñirme:

-¡Son ustedes una gente extraña, señores! Todos los días vienen una porción de caballeros a pedirme empleos, como si yo fuera un ministro. Yo, señores, no dispongo de empleos para intelectuales, es decir, para personas que sólo saben emborronar papel. En la vía férrea que estoy construyendo lo que necesito son mecánicos, cerrajeros, ingenieros, carpinteros, no escritores. ¡Conmigo hay que trabajar duramente y no burocratear! ¿Estamos?

Su persona producía la misma impresión de felicidad, de bienestar, que todo cuanto le rodeaba. Grueso, vigoroso, de carrillos rojos, de pecho ancho, limpia y fresca la piel recién enjugada, vestido con una ancha blusa de seda y unos holgados pantalones, parecía un cochero de opereta. Tenía los ojos claros e inocentes, la nariz aguileña, ni un solo cabello blanqueaba en su perillita redonda.

-¿Qué saben ustedes hacer? -prosiguió-. ¡No saben ustedes hacer nada los intelectuales! Yo, sin ir más lejos, soy ahora ingeniero, gozo de buena posición; pero antes de llegar a esto he pasado por todas las miserias, he trabajado como simple maquinista, he sido dos años, en Bélgica, fogonero de locomotora. ¿Usted para qué sirve, para qué trabajo se considera útil?

-Sí; tiene usted razón -repuse, muy turbado ante la mirada severa de sus ojos claros e inocentes.

-Al menos, ¿sabe usted manejar el aparato telegráfico? -me preguntó, tras una corta reflexión.

-Sí; he estado empleado en Telégrafos.

-Bueno... Ya veremos. Por de pronto puede usted salir para Dubechnia. Allí tengo ya un empleado; pero no vale nada.

-¿En qué consistirá mi trabajo?

-Ya decidiremos. Váyase. Daré órdenes. Pero se lo prevengo: no se me emborrache y no me moleste con peticiones; pues de lo contrario le despediré.

Y se sentó en una butaca sin hacerme siquiera una inclinación de cabeza. La conversación había terminado. Saludé al ingeniero y a su hija y me fuí.

La impresión que me produjo tal entrevista no pudo ser más deprimente. Cuando llegué a casa y mi hermana me preguntó cómo me había recibido el señor Dolchikov, no tuve alientos para pronunciar ni una palabra: tan abatido estaba.

Al día siguiente me levanté antes de salir el sol para irme a Dubechnia. Nuestra calle estaba completamente desierta. Todo el mundo dormía aún, y mis pasos resonaban ruidosos y aislados en el silencio matutino. Las acacias, cubiertas de rocío, impregnaban el aire de una deliciosa fragancia.

Yo estaba triste y sentía en el alma tener que dejar la ciudad. La amaba mucho y me parecía bella y cómoda. Me placían el verdor de sus calles, sus dulces mañanas soleadas, el campaneo de sus iglesias. Sólo la gente que vivía en ella me era extraña, desagradable, odiosa a veces. Ni la amaba ni la comprendía.

No acertaba a explicarme por qué y cómo vivían aquellos sesenta y cinco mil habitantes. Sabía que Tula fabrica samovares y fusiles, que Moscú es un centro importante de producción, que Odesa es un gran puerto de mar; pero ignoraba el papel de nuestra ciudad en el mundo y la razón de su existencia.

Los vecinos de la calle de la Nobleza y de dos o tres calles más vivían de sus rentas y de los sueldos que cobraban como empleados del Estado; pero los de las otras calles que se extendían paralela y perpendicularmente en un área de tres kilómetros ¿de qué diablos vivían?... Esto era para mí un enigma. Vivían, eso sí, de una manera repugnante. No había en la ciudad ni un buen jardín público, ni un teatro, ni siquiera una mediana orquesta. Aunque poseíamos dos bibliotecas -una del Municipio y otra perteneciente al Casino-, no las solían visitar sino jóvenes israelitas, y las revistas permanecían meses enteros sin abrir. Gente rica, hasta intelectual, dormía en alcobas angostas, se acostaba en camas de madera llenas de chinches; los cuartos de los niños eran verdaderas pocilgas; la servidumbre dormía en la cocina, sin más lecho que el suelo, y se abrigaba con harapos. La alimentación era mala,y poco abundante en la mayoría de las casas.

En el Consejo Municipal, en el Gobierno, en el Palacio Episcopal se hablaba sin cesar de la necesidad de dotar de aguas a la ciudad, donde las que había eran escasas y malsanas; pero se tropezaba con la falta de dinero. Sin embargo, había entre nosotros millonarios que perdían en una sola noche miles de rublos en el juego y que también ellos bebían agua insalubre, sin ocurrírseles siquiera hacer un pequeño sacrificio pecuniario en beneficio de la población.

Yo no podía concebirlo: estando en su mano favorecer la ciudad con notables mejoras, ponían el grito en el cielo porque el Gobierno le negaba un crédito al Ayuntamiento.

Entre todos los vecinos que yo conocía no había un hombre honrado. Mi padre recibía subvenciones, y se figuraba que se las daban por su bella cara; los estudiantes, para que los profesores no los tratasen con demasiada severidad en los exámenes, solicitaban de ellos clases particulares, que les pagaban carísimas; la señora del gobernador militar recibía fuertes sumas por que su marido librase a los mozos del servicio, y además se hacía llevar los mejores vinos y tomaba unas borracheras escandalosas; los médicos aprovechaban cuantas ocasiones se les ofrecían de medrar a costa del pueblo, y el del Municipio, por ejemplo, recibía regalos de casi todos los carniceros cuyos establecimientos estaba obligado a inspeccionar. En todas partes se consideraba al solicitante un ser cuya misión era la de pagar, y en el Ayuntamiento, en las escuelas, en las oficinas se le engañaba, se le vendían certificados falsos, se hacía todo lo posible por sacarle los cuartos.

Y la pobre gente sabía muy bien que sin una gratificación no se podía conseguir nada, y pagaba a los empleados su tributo de cientos de rublos, y a veces hasta de treinta o cuarenta «copecks».

Los que no tomaban gratificaciones -por ejemplo, los jueces o el fiscal-, eran altivos, fríos, de ideas estrechas; trataban a la gente con desdén; jugaban, bebían; sólo se casaban con muchachas ricas, y su influjo en la sociedad no era nada beneficioso.

Únicamente las doncellas eran puras de alma. Casi todas tenían aspiraciones nobles y un corazón limpio y entusiasta; pero no comprendían la vida; su concepto del mundo pecaba de cándido; reputaban normal cuanto pasaba en torno suyo. Luego, de casadas, envejecían de un modo prematuro y se hundían en el cieno de una existencia gris, vulgar.

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capítulo II

Capítulo III

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capítulo XIII

Capítulo XIV

capítulo XV

capítulo XVI

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capítulo XVIII

capítulo XIX

capítulo XX