Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo VII

Llegó el otoño, lluvioso, cenagoso sin sol.


cápitulo VII

Llegó el otoño, lluvioso, cenagoso sin sol.

Sólo raras veces teníamos trabajo. Me pasaba parado hasta tres días seguidos. Para no morirme de hambre hacía cosas por completo ajenas a mi oficio; llevaba agua cavaba, recibiendo por ello veinte «copecks» de jornal.

El doctor Blagovo se había marchado a Petensburgo. A mi hermana no había vuelto a verla. Nabó había caído enfermo y no abandonaba ya el lecho, esperando la muerte. Mi humor era también otoñal.

Vivía de nuevo en la ciudad, y lo que veía me inspiraba una repugnancia profunda. Convertido en un simple obrero, contemplaba la vida de mis paisanos desde un nuevo punto de vista.

Los que yo consideraba menos sinvergüenzas se revelaban ahora a mis ojos en toda su vileza, crueles, sin escrúpulos, capaces de toda maldad. Nos engañaban a cada paso, trataban de pagarnos lo menos posible, nos hacían esperar horas enteras en el portal frío o en la cocina, nos hablaban en un lenguaje brutal, nos insultaban, nos trataban, en fin, como a vil chusma.

Recuerdo un hecho significativo: me encargaron de empapelar el club de la ciudad. Me pagaban a razón de siete «copecks» por rollo de papel, y como se me propusiera firmar un recibo de doce «copecks» por rollo, me negué a hacerlo. Entonces uno de los administradores del club, un señor de aspecto muy respetable, con gafas de oro, me gritó:

-¡Si añades una palabra más, te rompo las muelas, canalla!

Un camarero allí presente le dijo algo al oído, quizá que yo era el hijo del arquitecto Poloznev. El administrador se turbó un poco, pero se repuso en seguida y contestó:

-¿Qué vamos a hacerle? ¡A la porra!

Los tenderos se creían en el deber de vendernos el género, más malo, el que no se atrevían a ofrecerles a los demás. En las carnicerías nos daban a menudo carne echada a perder. En la iglesia éramos brutalmente atropellados por la policía. Cuando alguno de nosotros estaba enfermo en el hospital, los enfermeros y las enfermeras le trataban con un desprecio altivo, le robaban el alimento y le servían de comer en platos sucios. En las oficinas de correos, cualquier empleadillo se creía en el derecho de tratarnos como a bestias y de insultarnos groseramente.

-¡Espera! ¿No ves que estoy ocupado?

Hasta los perros parecían despreciarnos y se lanzaban contra nosotros con una furia singular.

Lo que sobre todo me indignaba en nuestra ciudad era la ausencia absoluta del espíritu de justicia. Mi nueva posición social me permitía comprobarlo a cada paso. Mis paisanos estaban, como dice el vulgo, dejados de la mano de Dios. Todos sin excepción, robaban, estafaban, engañaban, abusaban de la confianza: los comerciantes, los contratistas, los empleados. A nosotros, simples obreros, no se nos reconocían ningunos derechos, ni aun los más elementales; el dinero que se nos debía por nuestro trabajo nos veíamos obligados a mendigarlo, como una limosna, gorra en mano, a la puerta de nuestros deudores.

Un día que me hallaba en el club empapelando una habitación inmediata al salón de lectura, vi de pronto entrar a la hija del ingeniero Dolchikov, con unos cuantos libros en la mano.

-¡Hola! -dijo cuando me hubo reconocido, tendiéndome la mano-. Celebro mucho verle a usted.

Se sonreía y miraba con curiosidad mi blusa, el bote de la cola, los rollos de papel extendidos en el suelo.

Yo estaba confuso. Ella también parecía turbada.

-Perdone usted -me dijo- que le mire de esta manera. He oído hablar mucho de usted, sobre todo al doctor Blagovo, a quien le ha sorbido usted el seso. También he tenido el gusto de conocer a su hermana de usted. Es una muchacha muy simpática; pero no he conseguido persuadirla de que su situación actual de usted no tiene nada de horrible. Yo, por el contrario, creo que es usted hoy el hombre más interesante de la ciudad.

Miró de nuevo la cola y los rollos de papel y prosiguió:

-Le había rogado al doctor Blagovo que me proporcionase una ocasión de hablar con usted. Seguramente no se ha acordado o no ha tenido tiempo. El caso es que ya nos hemos conocido, y yo tendría mucho gusto en que viniese usted por casa. Soy una mujer sencilla y espero no ser para usted causa de azoramiento.

Me estrechó la mano, y añadió:

-Mi padre no está en la ciudad, está en Petersburgo.

Y entró en el salón de lectura.

Aquella noche dormí muy poco: tan turbado estaba.

. . . . . . . . . .

Desde el punto de vista material, aquel otoño fue para mí muy malo. Ganaba muy poco y sufría muchas privaciones. Pero un alma caritativa acudía en mi auxilio, enviándome de cuando en cuando, ya bizcochos, ya perdices asadas, ya té y azúcar. Karpovna me decía que todo aquello lo llevaba un soldado, el cual nunca quería decir de parte de quién. Le preguntaba a mi vieja nodriza si yo estaba bien de salud, si comía todos los días y si tenía ropa de abrigo.

Cuando los fríos se hicieron más fuertes, el mismo soldado me llevó una bufanda de punto que exhalaba un perfume delicado, apenas perceptilble, de lirio silvestre. Ese perfume me reveló que mi buena hada era Ana Blagovo. La hermana del doctor se pirraba por los lirios silvestres, y su esencia era su perfume predilecto.

En invierno tuvimos ya más trabajo, y la situación no era tan triste. Nabó resucitó de nuevo y desplegó otra vez su acostumbrada actividad. Trabajé con él en la iglesia del cementerio, donde nos encargaron el dorado de los viejos iconos y algunas reparaciones. El trabajo era agradable e interesante. Además, los obreros se conducían, por respeto al lugar sagrado, muy correctamente: no se injuriaban y ni siquiera se reían. Se advertía que hacían cuanto estaba en su mano, par no profanar el lugar con destemplanza alguna.

Absortos en el trabajo, estábamos casi inmóviles, punto menos que como estatuas. Nos rodeaba el silencio profundo del cementerio. Si algún instrumento se caía al suelo, volvíamos la cabeza asustados: tan habituados nos hallábamos a tal silencio. De cuando en cuando se oía al sacerdote salmodiar preces sobre el ataúd de un niño. A veces, un pintor, que pintaba en la cúpula una paloma, empezaba a silbar quedito y espantado él mismo de su audacia, se callaba en seguida. Cuando las campanas de la iglesia empezaban a sonar tristemente sobre nuestras cabezas, adivinábamos que traían un difunto de la ciudad.

Entregado al trabajo durante el día en aquel templo silencioso, yo me permitía por las noches jugar al billar, o, si había algún espectáculo, ir al teatro, a entrada general, con el traje que acababa de hacerme y en el que había invertido parte de mis ahorros.

En casa de Achoguin había ya comenzado la . Se celebraron funciones y conciertos de aficionados. Las decoraciones ahora eran pintadas por Nabó sólo, sin mi ayuda. Cuando volvía de casa de Achoguin, me contaba el argumento de las piezas que se representaban y el asunto de los cuadros vivos que se ponían en escena. Todo aquello me interesaba mucho y yo habría dado cualquier cosa por estar en su lugar. Me habría placido en extremo asistir a los espectáculos de casa de Achoguin, pero no me atrevía a ir.

Una semana antes de las fiestas de Navidad llegó el doctor Blagovo.

De nuevo comenzaron nuestras discusiones. Por las noches jugábamos al billar. Para jugar se quitaba la americana, se desabrochaba la camisa, en fin, hacía cuanto le era dable por parecer un muchacho que sabe gozar de la vida. Aunque casi no bebía vino, ponía un gran empeño en pasar por un gran bebedor y todas las noches se dejaba en la caja de la taberna «Volga» un buen puñada de rublos, por más que los precios allí eran moderados.

Las visitas de mi hermana volvieron a empezar. De nuevo ella y el doctor se encontraban en casa, aparentando encontrarse por casualidad; pero por la alegría que se pintaba en sus semblantes no tardé en darme cuenta de que no había tal casualidad, y los encuentros obedecían a un previo convenio.

Hallándonos una noche jugando al billar, el doctor me dijo:

-¿Por qué no visita usted a la señorita Dolchikov? No conoce usted a María Victorovna: es inteligentísima, de muy buen corazón y muy sencilla; una mujer encantadora, en fin.

Le conté cómo me había acogido, la primavera anterior, el ingeniero Dolchikov y se echó a reír.

-No haga usted caso -me dijo-. María Victorovna es completamente independiente de su padre y hace lo que le da la gana... Debía usted ir a verla. Se alegraría mucho. Si quiere usted, iremos mañana juntos.

Acabó por persuadirme.

A la noche siguiente, me puse mi traje nuevo, y muy turbado me dirigí a casa de la señorita Dolchikov.

El criado que me abrió la puerta no me pareció ya tan terrible ni el mobiliario tan lujoso como la mañana memorable que visité al señor Dolchikov para pedirle un empleo.

María Victorovna, prevenida por Blagovo de mi visita, me acogió como a un antiguo conocido y me estrechó cordialmente la mano.

Llevaba una bata gris de mangas perdidas, y los cabellos peinados a la moda no conocida aún en la ciudad y que se llamó luego «orejas de perro» porque los cabellos cubrían las orejas. María Victorovna era bella y elegante, pero no parecía muy joven: representaba treinta años, aunque en realidad sólo tenía veinticinco.

-¡Estoy agradecidísima a nuestro querido doctor! -me dijo, invitándome a sentarme-. Sin su intervención no habría usted venido a casa. Me aburro mortalmente. Mi padre se ha ido, dejándome sola, y no sé cómo pasar el tiempo en esta ciudad.

Luego me preguntó dónde trabajaba, dónde vivía, cuánto ganaba.

-¿No gasta usted más que lo que gana? -inquirió.

-Nada más.

-¡Qué feliz es usted! -suspiró-. Se me antoja que todo el mal proviene de la ociosidad, del aburrimiento, del vacío del alma, inevitable cuando no se hace nada y se vive a costa de los demás. La costumbre de vivir sin trabajar tiene consecuencias fatales. No se crea usted que lo digo por coquetetería. Le doy mi palabra de que no es nada interesante ni grato el ser rico. Además, el origen de la riqueza es casi siempre poco honrado: es imposible hacerse rico honradamente.

Contempló con una mirada fría y grave al mobiliario, como si quisiera inventariarlo, y añadió:

-El confort, las comodidades tienen una gran fuerza de atracción: poco a poco conquistan hasta a los que poseen una voluntad firme. En otro tiempo, vivíamos mi padre y yo muy modestamente, casi pobremente, y ahora... ¡ya ve usted qué lujo! Me da vergüenza confesarlo; pero gastamos ¡hasta veinte mil rublos anuales, aquí, en este rincón provinciano!

-El confort -respondí- es un privilegio inevitable del capital y la instrucción. Pero yo creo que el confort no es incompatible ni con el trabajo más penoso. Su padre de usted, por ejemplo, a pesar de su riqueza, se entrega a veces a trabajos de maquinista, de simple obrero... Se puede ser rico y trabajar rudamente.

Ella se sonrió y sacudió irónicamente la cabeza.

-Los trabajos rudos de mi padre no pasan de ser caprichos, diversiones... También le gusta, de vez en cuando, un plato de sopa campesina o un pedazo de pan negro...

En aquel momento sonó la campanilla de la puerta y María Victorovna se levantó.

-Todo el mundo -prosiguió, dirigiéndose a la puerta- debe trabajar. El confort debe ser para todos. ¡Nada de excepciones, nada de privilegios!

Y salió.

Momentos después volvió acompañada del doctor Blagovo.

-Habíamos entablado -le dijo- un diálogo filosófico. Pero ¡basta de filosofía! Cuéntenos usted algo. Háblenos, por ejemplo, de sus compañeros de trabajo. Deben de ser muy interesantes.

Empecé a informarla; pero, en parte por mi torpeza de hombre no habituado a narrar y en parte por mi turbación, mi relato fue seco, como el de un etnógrafo que refiriese algo tocante a la vida de los pueblos.

El doctor también refirió varias anécdotas a propósito de los obreros, aunque con más gracia, como un artista consumado: remedaba a los obreros borrachos, lloraba, caía de hinojos, hasta se tendía en el suelo para parodiar mejor la embriaguez.

María Victorovna le miraba y se desternillaba de risa.

Luego el doctor se sentó al piano y empezó a tocar y a cantar. María Victorovna, de pie, a su lado, le colocaba en el atril los cuadernos de música y le corregía cuando se equivocaba.

-He oído, decir que usted también canta -le dije a la señorita Dolchikov.

-¿También? -gritó horrorizado el doctor-. ¡Pero si María Victorovna es una verdadera artista! ¡Canta admirablemente!

-Hace años -dijo ella- me dediqué en serio a los estudios musicales; pero la música ya no me interesa.

Se sentó en un confidente y se puso a contarnos su vida en Petersburgo, en el medio artístico adonde la habían llevado sus aficiones filarmónicas. Imitaba a las más célebres cantantes, su voz, sus actitudes, su manera de aparecer ante el público. Luego nos retrató en su álbum al doctor y a mí. Los retratos eran bastante mediocres, pero tenían cierto parecido. Reía, se divertía como una chiquilla, y así estaba más en su papel que filosofando. Hasta me parecía que al hablar conmigo de la influencia nefasta de la riqueza y de la necesidad de que todo el mundo trabajase no hacía más que imitar a alguien.

En fin, era una admirable actriz cómica. Mentalmente la comparaba con las otras muchachas que yo conocía y a todas las encontraba inferiorísimas, incluso a la linda y seria Ana Blagovo. La diferencia era enorme, como la que existe entre una bella rosa, amorosamente cultivada, y una modesta flor del campo.

Nos invitó a cenar.

El doctor y ella bebieron vino rojo,

-La gente dotada de gran capacidad y un espíritu independiente -dijo ella- sabe cómo hay que vivir y elige su propio camino y lo sigue, aunque no sea el camino común. La gente vulgar -como yo, por ejemplo- no se atreve a ser independiente, no sabe ni puede nada y es feliz cuando sigue una corriente de ideas, más o menos interesante, de su época.

-¡Esas corrientes de ideas no existen, ay, entre nosotros! -objetó el doctor.

-Existen, pero no las vemos- replicó María Victorovna.

-Sólo existen en la imaginación de los escritores modernos.

Se entabló una discusión.

-Yo afirmo con plena convicción que nunca ha habido entre nosotros ninguna corriente importante de ideas -decía con calor el doctor-. Es la literatura quien las inventa de cuando en cuando, buscando un asunto interesante, algo que atraiga la atención del lector. También ha sido la literatura quien ha inventado los pretendidos propagandistas de la luz entre nuestros campesinos, que en realidad no existen. Busquémoslos en las aldeas: no los encontraremos. Sólo encontraremos tipos grotescos de Gogol, vestidos a la moda europea, de levita y hasta de frac, pero, que no poseen la menor cultura y apenas saben escribir. Ignoran aún lo que es la vida civilizada y no han salido todavía del estado bárbaro. Viven de la misma manera salvaje, sin ningún interés superior, sin ninguna aspiración noble, que se vivía hace quinientos años.

El doctor iba animándose conforme hablaba y elevando la voz.

-No, se lo aseguro a usted. Las pretendidas corrientes de ideas de que habla la literatura son una ficción, favorable a intereses mezquinos. ¿Qué corrientes de ideas verdaderas podemos registrar? ¿El vegetarianismo? ¿La zoofilia? Si encuentra usted en uno y otra algo serio, digno de atención, lo siento por usted. No, no hemos salido aún de la infancia, no somos aún bastante crecidos para ocuparnos en graves problemas. No los comprendemos porque nos falta la cultura. Necesitamos, ante todo, ir a una buena escuela, aprender, estudiar.

-¡Interesándonos por tales problemas, estudiamos! -replicó María Victorovna.

-No, no nos hallamos todavía bastante preparados. Como los niños no lo están para los estudios astronómicos. Lo repito: necesitamos estudiar, estudiar y estudiar. ¡Brindo por la ciencia!

Hubo un corto silencio. María Victorovna parecía sumida en una honda meditación.

-Lo innegable -dijo, con ojos pensativos- es que la vida que llevamos es demasiado gris y hay que cambiarla a toda costa. No podemos seguir el mismo camino, porque va a parar a un pantano...

Era ya muy tarde, y había que irse.

Cuando el doctor y yo salimos a la calle, en el reloj de la catedral daban las dos.

-Bueno, ¿está usted contento? -me preguntó el doctor-. ¿Verdad que es encantadora?

El primer día de Navidad comimos en casa de María Victorovna, y durante las fiestas la visitamos casi diariamente. Tenía razón al afirmar que no mantenía relación alguna con los habitantes de la ciudad: salvo nosotros dos, nadie la visitaba.

Casi todo el tiempo que estábamos con ella lo dedicábamos a pláticas y a discusiones de orden trascendental. Algunas veces el doctor llevaba un libro o el último número de una revista, y nos leía en alta voz.

En fin: él fue el primer hombre verdaderamente instruido que conocí. No puedo asegurar que tuviera una gran erudición; pero yo le escuchaba con sumo interés y me parecía persona de conocimientos muy sólidos. Cuando hablaba de medicina, no se asemejaba en nada a los demás médicos de la ciudad; decía cosas nuevas, originales, interesantes en extremo. Yo pensaba, escuchándole, muchas veces, que podía llegar a ser un sabio célebre si quería.

Era también el único hombre que ejercía sobre mí una positiva influencia. Gracias a él y a los libros que me daba, comencé a sentir un vivo deseo de estudiar, de enriquecer mi espíritu con conocimientos nuevos que iluminasen mi vida monótona y sombría. ¡Mi instrucción entonces era tan escasa! Sólo sabía las cosas más elementales. Al menos ahora se me antojan elementales.

La influencia del doctor sobre mí fue también moral. Antes no tenía opiniones determinadas, fijas, y me guiaba en mi vida casi exclusivamente por los instintos. Desde que comencé a tratar con asiduidad al doctor sometí al análisis los móviles de mis acciones y traté de formarme ideas claras, precisas sobre el bien y el mal.

Y, no obstante, a pesar de mi gran estimación a Blagovo, me daba cuenta de que aquel hombre, sin duda el mejor y más instruido de la ciudad, distaba mucho de la perfección. Había en sus maneras algo que no acababa de gustarme, sobre todo cuando se esforzaba en parecer borracho en la taberna o cuando les daba crecidas propinas a los camareros echándoselas de gran señor. En aquellos momentos, bajo la apariencia civilizada, se denunciaba en él el tártaro.

A principios de enero regresó a Petersburgo.

La misma noche del día de su marcha vino a verme mi hermana.

Sin quitarse el abrigo ni el sombrero y sin decir palabra, se sentó en mi lecho.

Estaba muy pálida y evitaba mirarme. De cuando en cuando se estremecía de pies a cabeza. No se me ocultaban sus esfuerzos para que yo no advirtiese su estado.

-Debes de tener un enfriamiento -le dije.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se levantó y se dirigió, sin contestarme, al cuarto de Karpovna.

Momentos después la oí, al otro lado del tabique, hablar con mi vieja nodriza y lamentarse.

-¡Cuando pienso en lo que mi vida ha sido hasta ahora!... ¿Para qué he vivido? He perdido toda mi juventud. No he hecho más que inscribir los gastos de la casa, economizar, velar para que no se gaste demasiado dinero, para que no se cosuma demasiada azúcar... ¡Como si no hubiera nada más interesante en la vida! Comprende, vieja mía, que yo también quiero vivir, que tengo otras aspiraciones..., y, sin embargo, han hecho de mí una especie de ama de llaves, que sólo sabe contar los «kopecs» y los terrones de azúcar. Estas llaves son mis cadenas...

Y tiré al suelo, encolerizada, las llaves de la despensa, del armario de la ropa, de la bodega, las mismas que llevaba nuestra pobre madre colgadas a la cintura.

-¡Virgen santa! -gritó con horror la vieja Karpovna-. ¡Estás loca! ¡Cálmate!

Durante algunos momentos reinó el silencio tras el tabique. Luego oí un profundo suspiro de mi hermana y el ruido de las llaves que recogía del suelo.

Al irse entró en mi cuarto a decirme adiós.

-No hagas caso -me tranquilizó.- No sé que me pasa hace algún tiempo. ¡Estoy tan nerviosa!

capítulo I

capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

capítulo V

capítulo VI

capítulo VII

capítulo VIII

capítulo IX

capítulo X

Capítulo XI

capítulo XII

capítulo XIII

Capítulo XIV

capítulo XV

capítulo XVI

capítulo XVII

capítulo XVIII

capítulo XIX

capítulo XX