Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo XIII

El doctor Blagovo venía a vernos, en bicicleta. Mi hermana también nos visitaba


Capítulo XIII

El doctor Blagovo venía a vernos, en bicicleta. Mi hermana también nos visitaba con frecuencia. Empezaron de nuevo las discusiones acerca del trabajo físico, del progreso, de la meta lejana adonde se dirige la humanidad.

El doctor no era partidario de nuestra vida campestre, cuyos menesteres y preocupaciones nos obligaban a menudo a interrumpir les diálogos trascendentales. Decía que es indigno de un hombre libre labrar, segar, cuidar del ganado. Estaba seguro de que en el porvenir todos esos trabajos groseros serían realizados por máquinas y animales, y el hombre podría entregarse por entero a las investigaciones científicas.

Mi hermana siempre tenía prisa de volver a casa. Si se quedaba con nosotros hasta la noche o hasta el día siguiente, no estaba tranquila.

-¡Dios mío, qué chiquilla es usted aún! -le decía Macha en tono de reproche- ¡Eso es ridículo!

-Acaso tenga usted razón -respondía mi hermana-. Comprendo que es absurdo; pero ¿qué quiere usted? No puedo remediarlo. Me parece un delito hacerle a mi padre esperar.

Por la noche, tras un día de duro trabajo en el campo, yo me sentía muy cansado, y tomando el fresco en la terraza, en compañía de Macha, el doctor y mi hermana, me quedaba dormido a lo mejor de la conversación, lo que provocaba risas y bromas. Me despertaban para ir a cenar; pero el sueño se apoderaba nuevamente de mí y lo veía todo en torno mío como al través de una niebla: la luz, las caras, la mesa. Oía vagamente hablar sin comprender lo que se decía. A la mañana siguiente, de pie al amanecer, me entregaba al trabajo campestre o me dirigía a Kurilevka para vigilar la edificación de la escuela. No volvía a casa hasta muy entrada la noche.

Sólo dedicaba al hogar los días de fiesta. En esas largas horas de intimidad familiar comencé a percatarme de que Macha y mi hermana me ocultaban algo. Hasta me parecía que huían de mí. Mi mujer seguía manifestándome un tierno cariño; pero yo advertía que no me comunicaba todos sus pensamientos.

Era evidente que su irritación contra los campesinos crecía de día en día y que la vida en Dubechnia se le iba haciendo insoportable; pero no me hablaba ya de eso ni se quejaba. Sí, Macha me ocultaba sus verdaderas pensamientos. Le gustaba más hablar con el doctor que conmigo, y yo me devanaba los sesos tratando de comprender la razón.

Es costumbre en nuestro país investir de cierta solemnidad la recolección del trigo. Por la noche se reúnen en el patio del propietario los campesinos, y se los obsequia con «vodka».

Nosotros no quisimos seguir esta tradición. Los segadores y las segadoras esperaron largo rato en el patio, y viendo que no se les daba «vodka» se marcharon, muy entrada la noche, jurando e insultándonos. Macha, al oírlos, frunció las cejas y guardó un silencio sombrío. Sólo dijo al cabo de un rato, dirigiéndose al doctor:

-¡Qué brutos! ¡Son unos salvajes!

En el campo se acoge siempre a los nuevos vecinos con cierta hostilidad, como en la escuela a los nuevos alumnos. Nosotros tuvimos ocasión de experimentarlo. Al principio se nos consideraba gente de poco seso, sin el menor sentido práctico, que había comprado la finca porque no sabía qué hacer del dinero. Los campesinos se burlaban sin rebozo de nosotros y nos daban todos los disgustos que podían. Llevaban a pacer a nuestro bosque y hasta a nuestro jardín a sus vacas y sus caballos; y cuando nuestras bestias eran acusadas calumniosamente por ellos de haberse metido en sus prados, exigían que les pagásemos multas. Acudían en turba a casa, armaban bajo nuestras ventanas una algarabía infernal y aseguraban que habíamos segado un trozo de terreno que no era nuestro. Como no conocíamos los límites de nuestra propiedad, les creímos las primeras veces y les pagamos las multas sin replicar; pero no tardamos en convencernos de que las reclamaciones carecían en absoluto de fundamento.

Con frecuencia, los campesinos derribaban árboles de nuestro bosque sin pedirnos permiso. Uno de ellos, enriquecido gracias a no muy limpias operaciones comerciales en Dubechnia, se puso, en secreto, de acuerdo con nuestros trabajadores, y todos en combinación nos robaban desvergonzadamente: cambiaban en nuestros coches ruedas nuevas por viejas, se apoderaban de nuestros arneses, que nos vendían luego como si fueran suyos, etc., etc.

Pero todo esto eran tortas y pan pintado en comparación con los disgustos que nos proporcionaba la escuela. Las mujeres nos robaban durante la noche planchas de hierro, ladrillos, en fin, cuanto podían llevarse. Nosotros reclamábamos, y el alcalde y algunos guardias hacían pesquisas en el domicilio de las ladronas, les imponían a cada una dos rublos de multa, y con el dinero reunido compraban «vodka», emborrachándose toda la aldea de una manera abominable.

Macha estaba muy enojada, y le decía al doctor y a mi hermana con voz trémula de indignación:

-¡No son hombres! No hay en ellos nada de humano. ¡Qué horror! ¡Dios mío, qué horror!

Y no pocas veces la oí dolerse de haber emprendido la edificación de la escuela. El doctor trataba de calmarla.

-Hágase usted cargo -le decía- de que si edifica usted una escuela o lleva a cabo otra buena obra no es precisamente en beneficio de los «mujicks» sino en pro de la cultura general, del progreso. Y cuanto más brutos, cuanto más salvajes sean los «mujicks» más motivo hay para edificar escuelas. ¡Es tan sencillo y tan claro!

Oyéndole hablar así, me parecía que no estaba seguro de que fuera preciso, en efecto, construir tal escuela, y que compartía con Macha la antipatía a los campesinos.

Macha y mi hermana iban muchas veces al molino y decían riendo que lo que las atraía allí era la hermosura de Stepan. Tuve ocasión de persuadirme de que el molinero sólo era reservado y taciturno con el sexo fuerte: con las mujeres hablaba por los codos. Una vez que fui a bañarme al río, le oí, por casualidad, conversar con Macha y mi hermana. Ambas, en bata blanca, estaban sentadas bajo un árbol; Stepan estaba en pie delante de ellas, con las manos cruzadas atrás, y decía:

-Los campesinos no son hombres. Son, perdónenme ustedes la palabra, bestias. ¿Qué es su vida? Sólo saben beber, emborracharse de «vodka», perder el tiempo gritando en la taberna, cantar canciones obscenas y jurar. Nunca hablan nada razonable. No saben conducirse correctamente con la gente. ¡Son unos animales! Viven de un modo inmundo: los hombres, las mujeres, los niños, van hechos unos puercos, comen como cerdos, sin servirse casi nunca de los tenedores; se lavan muy poco... ¡Son unos marranos!, perdónenme ustedes la palabra.

-Eso se debe a su pobreza -objetó mi hermana.

-No, no lo crea usted. Claro que son pobres; pero aun siendo pobre puede uno conducirse como es debido. Si estuvieran ciegos, mutilados, sin piernas, sin brazos, se comprendería que fueran como son; pero hombres que tienen brazos y piernas, que conservan las fuerzas, no deben caer tan bajo. No, señora; créame usted, no es por su pobreza por lo que nuestros campesinos viven como cerdos. La causa de todas sus desgracias es el maldito «vodka». Además, los campesinos ricos no viven mejor que los pobres... Igual que cochinos... El rico es también grosero, canalla, borracho, con la única diferencia de que tiene más barriga y puede permitirse más porquerías. Ahí tienen ustedes al rico campesino Larion... Deben ustedes conocerle, porque les ha robado cuanto ha querido y ha cortado muchos árboles de su bosque. Bueno; con toda su riqueza, ¿cómo vive? Él y su familia van sucios, mal vestidos, habitan una casa asquerosa. A él se le ve a menudo borracho en medio de la calle, con la cara metida en un charco... No, señora; ninguno vale un pito. La vida en la aldea es un verdadero infierno. Estoy de ella hasta la coronilla. Para mí se acabó...

-¿Cómo que se acabó? -Preguntó Macha.

-No tengo nada que hacer en la aldea. No quiero volver a verla. Soy libre como un pájaro y nadie puede obligarme a vivir entre esos cochinos. Es verdad que tengo una mujer y se pretende que mi deber es vivir en su compañía; pero yo no reconozco esa obligación: no me he vendido a mi mujer...

-Diga usted, Stepan, ¿se casó usted enamorado? -siguió preguntando Macha.

-No hay amor en el campo -contestó sonriendo Stepan-. Yo me he casado dos veces. No soy de Kurilovka, sino de la aldea de Zalegochi. Allí la vida era tan estúpida y tan sucia como aquí, como en todas partes. Eramos cinco hermanos; mis hermanos estaban casados y todos vivían juntos. La casa estaba llena de mujeres, de niños. Yo quise recibir mi parte de tierra y vivir separadamente, pero mi padre no lo consintió. Entonces dejé la casa y me casé en una aldea vecina. Mi primera mujer murió joven.

-¿De qué?

-De tontería. Se pasaba la vida llorando y siempre estaba tomando drogas para embellecerse. Eso seguramente la puso gravemente enferma y la mató... Mi segunda mujer es de Kurilovka. No vale un comino... Una campesina ordinaria... En el primer momento me gustó: era guapa, limpia, modesta. Lo que me gustó sobre todo fue la limpieza de su casa, una cosa rara en la aldea. Pero no era más que apariencia: al día siguiente de la boda pedí en la mesa una cuchara, y mi suegra la limpió con los dedos. «Esa es vuestra limpieza», me dije. Y al año de vivir con mi segunda mujer, la dejé... No quiero más...

Calló un instante, contemplando el agua tranquila que corría a sus pies, y añadió:

-No debí casarme con una campesina. Las campesinas son muy bestias. Dicen que la mujer debe ayudar a su marido en el trabajo; pero yo me puedo pasar sin esa ayuda; me ayudo yo mismo. Lo que necesito es una mujer con quien poder hablar...

En aquel momento advirtió que yo me acercaba, y no habló más: no le gustaba hacerlo delante de los hombres.

Macha iba con mucha frecuencia al molino; escuchaba a Stepan con visible placer: el molinero odiaba a los campesinos y ella compartía ese odio. Lo que decía Stepan justificaba el desprecio que los campesinos le inspiraban.

Cuando volvía a casa y se enteraba de que las cabras de los campesinos se habían comido las coles de nuestro jardín o de que nos habían robado algo, se encogía de hombros y decía encolerizada:

-Es natural. De gente así no se puede esperar otra cosa.

Cada día se indignaba más contra los campesinos, los odiaba con toda su alma. Yo, por el contrario, me iba acostumbrando poco a poco a sus imperfecciones. Había algo en ellos que me atraía. La mayor parte eran hombres nerviosos, irritables, ignorantes, de imaginación estrecha, de horizontes muy limitados. Todos sus pensamientos giraban en torno de la tierra negra, del pan negro y de su vida gris. Con toda su astucia y con toda su mala fe no sabían hacer el más sencillo cálculo aritmético. Se negaban a trabajar por veinte rublos, por juzgar el precio demasiado exiguo, y consentían en trabajar por medio cántaro de «vodka» aunque con los veinte rublos podían comprarse cuatro cántaros.

Macha, Stepan y los demás tenían, naturalmente, razón: los campesinos vivían como cerdos, se emborrachaban, eran a menudo estúpidos, engañaban al prójimo..., y, sin embargo, yo advertía que en la vida campestre había una base sólida, real, una base de que carecía la vida ciudadana. Viendo al campesino trabajar la tierra olvidaba uno su estupidez, sus borracheras, y descubría en él una gravedad, una importancia que no existía en Macha ni en el doctor Blagovo; aquel campesino sucio, bestia y borracho aspiraba a la justicia, tenía la convicción profunda de que sin justicia la vida es imposible.

Solía hablarle a Macha de esto. Le decía que sólo veía las manchas del cristal y no veía el cristal.

Ella evitaba toda discusión conmigo, y por única respuesta se ponía a tararear quedamente. Como en venganza, hablaba siempre que tenía ocasión con el doctor, temblándole la voz de cólera, de la embriaguez y la maldad de los campesinos. El oírla me hacía sufrir. No podía yo concebir la injusticia de sus acusaciones. Con su fina inteligencia hubiera debido darse cuenta de que la gente bien educada, perteneciente a la buena sociedad, no se distingue tampoco por la santidad de su vida. Su padre, por ejemplo, bebía también mucho, gastaba grandes sumas en vinos, y ella no se lo reprochaba. Además, el dinero con que Dolchikov había adquirido Dubechnia provenía de una fuente harto sospechosa, había sido ganado sabe Dios cómo.


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