Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo XII

Mi mujer decidió edificar y costear una escuela para los campesinos. Yo elaboré


Capítulo XII

Mi mujer decidió edificar y costear una escuela para los campesinos. Yo elaboré un proyecto de escuela para sesenta muchachos. La administración del distrito lo aprobó, pero nos aconsejó que edificásemos la escuela no en Dubechnia, como pensábamos, sino en Kurilovka, una aldea algo mayor que distaba tres verstas de nuestra Dubechnia. El consejo era tanto más razonable cuanto que la escuela actual de Kurilovka, en la que estudiaban los niños de cuatro aldeas vecinas, Dubechnia una de ellas, era demasiado pequeña y estaba tan vieja que se temía su hundimiento el día menos pensado.

A fines de marzo Macha fue nombrada, conforme al deseo que había manifestado, miembro del consejo administrativo de la escuela de Kurilovka. A principios de abril congregamos tres veces seguidas a los campesinos de Kurilovka y tratamos de convencerlos de que su escuela era muy reducida y muy vieja y era necesario edificar otra. Después de las reuniones, los campesinos nos rodeaban y nos pedían dinero para comprar «vodka». El calor de la muchedumbre nos ahogaba, y nos apresuramos a marcharnos. Volvíamos a casa cansados, descontentos, deccepcionados en extremo.

Tras largas negociaciones, los campesinos al fin consintieron en cedernos el terreno necesario para la construcción de la escuela y se comprometieron, a llevar de la ciudad, utilizando para ello sus caballerías, todos los materiales de construcción.

Algún tiempo después, los campesinos de Kurilovka y de Dubechnia salieron un domingo, con sus caballos y sus carros, en dirección a la ciudad para traer ladrillos. Se fueron al salir el sol y no volvieron hasta las altas horas de la noche. Todos venían borrachos, y, según decían, rendidos.

El tiempo era lluvioso y frío. Los caminos, llenos de barro, estaban impracticables. Los campesinos, al volver de la ciudad, acostumbraban meter sus carros en nuestro patio.

-Para descansar un poco -decían.

¡Aquello era un horror! No lo olvidaré nunca. Primero aparecía, en la puerta del patio, el caballo, patiabierto, ventrudo; al entrar, balanceaba la cabeza como si saludase. Luego aparecia una viga de diez metros, mojada, escurridiza; junto al carro avanzaba el campesino, sin mirar dónde ponía los pies, andando por los charcos lo mismo que por un pavimento. Luego aparecía otro carro con tablones, luego otro con postes... Poco a poco el patio se iba atestando de caballos, de carros, de tablones, de vigas. Los campesinos y las campesinas, arropada la cabeza para resguardarla del frío, lanzaban miradas furiosas a nuestras ventanas, gritaban, exigían que Macha bajase a hablar con ellos. A no mucha distancia, Moisey contemplaba la escena, y yo juraría que se bañaba en agua de rosas al vernos en aquella situación ridícula.

-¡Se acabó! ¡No transportaremos más materiales! -oíase gritar-. Estamos rendidos. Si la señora quiere edificar una escuela, que transporte los materiales ella.

Macha, pálida de emoción, temerosa de que aquella multitud irritada invadiese la casa, les enviaba a los campesinos dinero y «Vodka». Entonces el tumulto se apaciguaba poco a poco, y los carros, cargados de vigas, de tablones, de postes, iban abandonando el patio.

Cuando yo me disponía a marchar a Kurilovka para ver cómo iba la construcción, mi mujer daba muestras de gran inquietud.

-Los campesinos están furiosos -me decía-. Pueden hacerte algo. Espera, voy contigo.

Nos íbamos juntos. En Kurilovka, los carpínteros me pedían una propina. La construcción casi no adelantaba. Faltaban obreros. A pesar del compromiso contraído, muchos no acudían al trabajo. Siempre había algo que lo paralizaba. Un día nos hicieron saber que se necesitaba arena. No habíamos pensado antes en ello. Había que buscarla lo más pronto posible. Aprovechándose de la urgencia, los campesinos nos pidieron por cada carro de arena treinta «copecks», aunque la ribera donde tenían que cargar sólo distaba doscientos metros de la obra. Se necesitaban lo menos quinientos carros.

Las dificultades se sucedían sin tregua. Los campesinos seguían pidiéndonos dinero para «vodka» con gran indignación de mi mujer. El contratista de la obra, Tito Petrov, un anciano de setenta años, nos estaba siempre prometiendo, activar los trabajos.

-Ya verán ustedes. En dándome arena, que es lo que ahora hace falta, todo marchará como sobre rieles. Encontraré cuantos obreros sean necesarios. ¡Ya verán ustedes!

¡Pero se le llevó toda la arena necesaria, y la edificación, sin embargo, no avanzaba. Pasaban días y noches sin que apenas se advirtiese adelanto alguno.

-¡Es para volverse loca! -decía Macha, casi llorando-. ¡Qué gente, Dios mío, qué gente!

Durante aquellos tristes días, venía con frecuencia a vernos su padre, el ingeniero Víctor Ivanovich. Traía delicadezas gastronómicas y buenos vinos. Tenía siempre un apetito de lobo y comía mucho. Después de comer se dormía un rato en la terraza y roncaba de un modo terriible. Al oírle, nuestros obreros sacudían con asombro la eabeza y decían:

-¡Vaya unos renquidos! Parece que duerme ahí arriba un regimiento...

A Macha no le entusiasmabam sus visitas. Su padre no le inspiraba confianza, lo que no era obstáculo para que le pidiese consejos prácticos.

El ingeniero se levantaba de dormir la siesta, casi siempre muy mal humorado, y empezaba a gruñir; le parecía que todo lo hacíamos mal, y se lamentaba de haber adquirido Dubechnia, que, según decía, sólo le había proporcionado sinsabores. La pobre Macha le escuchaba cariacontecida. A veces se dolía en su presencia de la conducta de los campesinos, y él le decía que con aquella gente había que ser muy severo y que el mejor modo de hacerla entrar en razón era sacudirle el polvo.

Nuestro matrimonio y nuestra manera de vivir los consideraba una comedia.

-No es más que un capricho -decía-. En Macha son frecuentes los caprichos por el estilo. Una vez se figuró ser una gran artista de ópera y se escapó de casa. ¡Estuve dos meses buscándola por toda Rusia! Sólo en telegramas me gasté mil rublos. ¡Sí, amigo mío!

Ya no me llamaba sectario, ni señor decorador, ni elogiaba mi conversión en obrero, como acostumbraba hacer antes.

-¡Es usted un hombre extraño! -me decía ahora-. No es usted un hombre normal. No soy profeta; pero le predigo que acabará malamente.

Macha apenas dormía de noche, y se pasaba horas enteras sentada, a la luz de la luna, junto a la ventana de la alcoba. En la mesa ya no se reía ni me hacía guiños.

El ver extinguida su alegría me atormentaba. Cuando llovía, cada gota de lluvia se me antojaba que caía sobre mi corazón como plomo derretido, y sentía impulsos de arrodillarme a los pies de Macha y pedirle perdón de que hiciera mal tiempo. Cuando los campesinos escandalizaban en el patio, también me sentía culpable ante Macha. Permanecía horas y horas inmóvil en un rincón, pensando en ella, en nuestra vida. Mi amor crecía y se tornaba verdadera veneración. Macha me parecía irreprochable, ideal. Cuanto hacía me entusiasmaba, lo consideraba admirable.

Y, en efecto, era una mujer como hay pocas. Dotada de aptitudes para un trabajo tranquilo, de gabinete, le gustaba leer, estudiar. Aunque la agricultura sólo la había estudiado teóricamente, en los libros, nos asombraban sus conocimientos y los consejos que nos daba, muy útiles siempre. Por añadidura, tenía un corazón nobilísimo y un gusto exquisito, y su trato era de una amabilidad que sólo poseen las personas de una educación refinada.

Y aquella mujer se veía forzada a vivir allí, en medio de aquel desorden, entre aquella gente grosera, rencillosa y mezquina. ¡Cómo debía sufrir! Yo lo advertía y sufría también. Me pasaba las noches casi en vela, entregado a mis tristes pensamientcs, y a veces los ojos se me llenaban de lágrimas. En vano procuraba hacerle a mi Macha la vida más agradable.

Iba con frecuencia a la ciudad y le compraba libros, periódicos, bombones, flores. Para variar poco nuestro «menu» pescaba en el río, con Stepan, muchas veces, bajo la lluvia, calándome hasta los huesos. Les suplicaba a los campesinos, humillándome ante ellos, que no hicieran ruido en el patio; les daba dinero para «vodka», les prometía concederles cuanto me pedían, y hacía otras mil estupideces.

Las lluvias, que parecían interminables, cesaron al fin. Me levantaba muy temprano, mucho antes de salir el sol, y me iba al jardín. El rocío brillaba en las flores, oíase por todas partes el alegre coro de los pájaros y los insectos. El cielo estaba sereno, sin una sola nube. Todo en torno, el jardín, el prado, el río, convidaba a una dulce contemplación; pero mi alma se hallaba turbada, mi pensamiento no podía apartarse de los campesinos, de los sinsabores que nos costaba la edificación de la escuela, de los reproches y las lamentaciones del ingeniero.

Algunas tardes me paseaba con Macha, en un cochecito, por el campo, para ver cómo iban los trigos. Siempre guiaba ella. Llevaba los hombros un poco levantados y el viento agitaba sus cabellos.

-¡Apártese! -gritaba cuando venía otro carruaje en dirección contraria al nuestro.

Había en aquel grito un no sé qué verdaderamente cocheril.

-Imitas muy bien a los cocheros -le dije un día.

-No es extraño -repuso-. Mi abuelo, el padre del ingeniero, era cochero. ¿No lo sabías?

Se volvió a mí, y con el orgullo de un artista pagado de su oficio lanzó un nuevo grito tan de cochero que el automedonte más castizo no habría podido ponerle reparos.

No sé por qué, aquéllo me satisfizo.

-Tanto mejor -me dije-; tanto mejor.

Pero al punto, los tristes pensamientos relativos a los campesinos, a la construcción de la escuela, al ingeniero, volvieron a desazonarme.


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