Antón Pavlovich Chejov : Historia de mi vida capítulo XI

Aquel año, el tiempo fue muy caprichoso. Tras unos cuantos días de sol volvieron


Capítulo XI

Aquel año, el tiempo fue muy caprichoso. Tras unos cuantos días de sol volvieron los días nublados. Durante todo el mes de mayo llovió e hizo frío.

El ruido de las ruedas del molino, unido al de la lluvia, emperezaba y daba sueño. El suelo temblaba, olía a harina, y eso también adormilaba.

Mi mujer, con una corta pelliza y unos chanclos, venía al molino dos veces al día y decía:

-¡Vaya un verano! Es peor que el otoño.

Tomábamos te, hacíamos gachas y permanecíamos horas y horas silenciosos, esperando que cesase la lluvia. Una noche que Stepan había ido al mercado, Macha durmió en el molino.

Cuando nos levantamos no era fácil averiguar la hora que era, pues el cielo estaba cubierto de nubes. Se oía cantar a los gallos en Dubechnia. Era aún muy temprano.

Nos dirigimos al estanque y sacamos la red que había puesto Stepan la víspera. Había en ella una merluza y un cangrejo.

-Suéltalos -me dijo Macha-. Que ellos también sean felices.

Como habíamos madrugado tanto y no teníamos nada que hacer, aquel día me pareció muy largo, el más largo de toda mi vida.

Por la noche volvió Stepan y yo regresé a casa.

-Tu padre ha venido a vernos- me dijo Macha.

-¿Dónde está?

-Se ha marchado. No le he recibido.

Viendo que yo me puse triste, añadió:

-Hay que ser consecuente. Tu padre te ha maltratado tanto que no quiero tener con él nada de común. No le he recibido, y he hecho que le digan que no se moleste más en venir a vernos.

Momentos después me encaminaba a la ciudad para explicarme con mi padre. El camino estaba lleno de barro. Hacía frío.

Por primera vez, después de nuestra boda, sentía una profunda tristeza. Mi cerebro, cansado por aquel largo día gris, propendía a los pensamientos melancólicos. «Quizás -decía yo mentalmente- mi vida no es lo que debe ser». Una apatía honda se apoderó de mí. No tenía gana de moverme ni de pensar. Andado ya parte del camino, determiné volver a casa.

Allí encontré al padre de Macha. Llevaba un impermeable con capuchón. De pie en medio del patio, decía con voz alterada por la cólera:

-¿Dónde están los muebles? Había un hermoso mobiliario estilo Imperio, cuadros, jarrones, y ahora no hay nada. ¡Yo compré la casa con todo lo que había dentro, qué diablo!

Junto a él, con la gorra en la mano, estaba el criado de la señora Cheprakov, un hombre llamado Moisey, de unos veinticinco años, enjuto, con unos ojillos impertinentes.

-Su excelencia compró la casa sin muebles -contestó tímidamente-. Lo recuerdo bien.

-¡Cállate, canalla!- le gritó al ingeniero, rojo de ira.

El eco repitió el grito en el jardín.

Cuando yo estaba haciendo algo en el jardín o en el patio, Moisey solía contemplarme con sus ojillos insolentes, cruzadas las manos atrás. Su contemplación me irritaba tanto que dejaba el trabajo y me iba.

Stepan nos había dicho que Moisey era el amante de la generala Cheprakov. Yo había notado que la gente que venía a ver a la generala para cuestiones de dinero, empezaba por dirigirse a Moisey. Una vez vi que un campesino le saludaba con gran humildad. A veces entregaba él mismo el dinero, sin contar con su ama. Se advertía que hacía en la casa lo que le daba la gana.

Nos enojaba mucho su conducta inconveniente. Disparaba escopetazos contra nuestras ventanas; nos robaba comestibles; se servía, sin pedirnos permiso, de nuestros caballos. Se diría que Dubechnia era suya y no nuestra.

Aunque nos indignábamos, Moisey seguía haciendo lo que se le antojaba.

-Cuando pienso que aún tenemos que vivir mucho tiempo con estos canallas!... -decía Macha.

Según el contrato, a la señora Cheprakov le asistía el derecho de vivir allí dos años. Su hijo, Iván Cheprakov, estaba empleado como conductor en el camino de hierro. Durante el invierno había enflaquecido tanto y se había debilitado hasta tal punto que con una copa de «vodka» se emborrachaba, Le avergonzaba ser conductor, lo que le parecía humillante para un noble; pero al mismo tiempo consideraba aquel destino muy ventajoso, pues le proporcicnaba ocasión de robar bujías pertenecientes al camino de hierro y venderlas.

Mi matrimonio con Macha le asombró, le enceló y le hizo concebir la esperanza de hacer cualquier día un matrimonio parecido. Miraba a Macha con entusiasmo, me preguntaba qué comía y no me ocultaba su envidia.

-¡Dios mío!- gemía encendiendo por décima vez su cigarrillo y tirando la cerilla al suelo- ¡Dios mío! Tú eres felicísimo, y yo... ¡Qué vida de perro! Cualquier oficialillo tiene derecho a tutearme, pues, al fin y al cabo, no soy más que un empleado subalterno, una especie de criado de los viajeros.

Una vez me dijo:

-Por culpa de mi madre soy un pobre hombre. En el tren oigo con frecuencia conversaciones científicas muy interesantes... Pues bien: le he oído asegurar a un doctor que, si los padres son perversos, los hijos, fatalmente, son borrachos o criminales. Ahora comprendo mi desventura...

Un día vino a casa tambaleándose, sin poder apenas tenerse en pie. Sus ojos miraban con una expresión turbada e insensata, su respiración era pesada, jadeante. Reía y lloraba al mismo tiempo, balbuciendo sin cesar palabras casi incomprensibles.

-¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? -decía llorando como un niño perdido entre la muchedumbre.

Le conduje al jardín y le acosté debajo de un árbol. Durante toda la noche, Macha y yo velamos. Macha miraba con repugnancia su rostro pálido, y decía:

-¡Y pensar que aún tenemos que vivir año y medio con esta gente! ¡Es terrible!

Los campesinos también nos daban muchas desazones. Ya aquella primavera, en los primeros días de nuestro matrimonio, decepciones terribles habían turbado nuestra felicidad.

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