Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo XVIII

Andrei Efímich se acercó a la ventana y miró al campo. El crepúsculo había proye


Capítulo XVIII

Andrei Efímich se acercó a la ventana y miró al campo. El crepúsculo había proyectado ya sus sombras, y en el horizonte, por la derecha, asomaba la luna, fría y purpúrea. A cosa de 200 metros de la valla del hospital se alzaba un alto edificio blanco circundado por una muralla de piedra. Era la cárcel.

-¡ésa es la realidad! -dijo para sí Andrei Efímich, atemorizado.

Infundían temor la luna y la cárcel, los clavos de la valla y la llama lejana de una fábrica. Andrei Efímich volvió la cara y vio a un hombre con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho, que sonreía y guiñaba un ojo maliciosamente. Y también esto le pareció horrible.

Trató de convencerse a sí mismo de que ni la luna ni la cárcel tenían nada de particular y consideró que incluso personas en su cabal juicio llevaban condecoraciones y que, con el tiempo, todo perecería y se convertiría en polvo; pero de pronto se apoderó de él la desesperación; asiéndose a los barrotes con ambas manos, zarandeó fuertemente la reja. ésta, sin embargo, era resistente y no cedió.

Después, para disipar un poco sus temores, Andrei Efímich se fue a la cama de Iván Dimítrich y se sentó en ella.

-Mi ánimo ha decaído, amigo -masculló, temblando y secándose el sudor frío-. Ha decaído.

-Pues consuélese filosofando -respondió, sarcástico, Iván Dimítrich.

-¡ Dios mío, Dios mío!... Sí, Sí... Usted dijo en cierta ocasión que en Rusia no hay filosofía, pero que filosofa todo el mundo, incluso la morralla. Ahora bien: a nadie perjudica la morralla cuando filosofa -dijo Andrei Efímich, como con ganas de llorar y de mover a compasión-. ¿A qué viene, querido, esa risa maligna? ¿Y cómo no va a filosofar la morralla si no está satisfecha? Un hombre inteligente, instruido, altivo, libre, semejanza de Dios, no tiene otro remedio que irse de médico a un villorrio sucio y estúpido, pasándose la vida entre ventosas, sanguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería, cerrazón, ruindad! ¡Oh Dios mío!

-No dice usted más que sandeces. Si no le gustaba ser médico, podía haberse metido a ministro.

-A nada, a nada. Somos débiles, querido... Yo era impasible; razonaba de la manera más optimista y cuerda; y ha bastado que la vida me tratase rudamente para hacerme perder el ánimo... para postrarme... Somos débiles. Somos despreciables... Y usted también lo es, querido. Es usted inteligente, noble; con la leche de su madre mamó afanes bondadosos, pero apenas penetró en la vida, se fatigó y se enfermó... ¡Somos débiles, somos débiles!...

-Algo más, aparte del miedo y el enojo, inquietaba a Andrei Efímich desde que oscureció. Era algo inconcreto. Y por fin se dio cuenta de lo que era: quería beber cerveza y fumar.

-Yo me voy de aquí, querido -dijo al cabo de un instante-. Pediré que den la luz... No puedo seguir así... Me es imposible...

Andrei Efímich se dirigió a la puerta y la abrió, pero instantáneamente Nikita le cerró el paso:

-¿A dónde va usted? No se puede salir, no se puede. Es hora de dormir.

-Sólo un momento; deseo dar una vuelta por el patio -explicó Andrei Efímich.

-Imposible, imposible. Hay una orden de no dejar salir a nadie. Usted mismo lo sabe.

Nikita cerró la puerta y apretó la espalda contra ella.

-Pero si yo salgo, ¿a quién dañaré con ello? -preguntó Andrei Efímich encogiendo los hombros-. No lo comprendo. ¡Nikita, debo salir! ¡Lo necesito! -añadió, con voz temblona.

-¡No provoque desórdenes, mire que no está bien! -le aleccionó Nikita.

-¡Valiente diablo! -gruñó Iván Dimítrich, levantándose repentinamente-. ¿Qué derecho tiene éste a no dejarle salir? ¿Por qué nos tienen encerrados aquí? Me parece que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser privado de su libertad como no sea por los tribunales. ¡Esto es una arbitrariedad! ¡Esto es violencia!

-¡Arbitrariedad, arbitrariedad! -le secundó Andrei Efímich alentado por los gritos de Iván Dimítrich-. ¡Tengo necesidad de salir, y debo salir! ¡Nadie tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir!

-¿Lo oyes, bruto inmundo? -gritó Iván Dimítrich, y se puso a golpear la puerta-. ¡Abre, o echo abajo la puerta! ¡Asesino!

-¡Abre! ¡Yo lo exijo! -gritó también Andrei Efímich, temblando de arriba abajo.

-Sigue hablando y verás -respondió Nikita desde el otro lado de la puerta-. Sigue hablando.

-Por lo menos, llama a Evgueni Fiodorich. Dile que le ruego que venga... un minuto.

-Mañana vendrá.

-No nos soltarán nunca -dijo Iván Dimítrich-. Nos pudriremos aquí. ¡Dios de los cielos! ¿Será posible que no haya en el otro mundo un infierno y que estos canallas se queden sin ir a él? ¿Dónde está la justicia? ¡Abre, granuja, que me asfixio! gritó, ronco, y se arrojó contra la puerta-. ¡Me romperé la cabeza! ¡Asesinos!

Nikita abrió inopinadamente la puerta, dio un rudo empujón a Andrei Efímich con ambas manos y con la rodilla, y luego, volteando el brazo, le descargó un puñetazo en plena cara. Andrei Efímich creyó que una enorme ola salada le había envuelto arrastrándole hasta la cama. Notó en la boca un gusto salobre: probablemente era sangre de los dientes. Como si tratase de salir de la ola, agitó los brazos y se asió a la cama, pero en aquel momento sintió que Nikita le asestaba otros dos golpes en la espalda.

Oyó al instante gritos de Iván Dimítrich. También debían estar pegándole.

Después todo quedó en silencio. La difusa luz de la luna penetraba por la reja, proyectando en el suelo la sombra de una red. Daba miedo. Andrei Efímich, tendido en la cama y contenida la respiración, esperaba horrorizado nuevos golpes. Diríase que alguien le hubiera clavado una hoz, retorciéndosela varias veces en el pecho y en el vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes. Y de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, se abrió paso una idea horrible, sobrecogedora: aquellos hombres, que ahora semejaban sombras negras a la luz de la luna, habían padecido el mismo dolor años enteros, día tras día. ¿Cómo había sido posible que él no lo supiera, ni quisiera saberlo, durante más de veinte años? él lo ignoraba, desconocía la existencia de aquel sufrimiento. Por consiguiente, no era culpable. Pero la conciencia, tan incomprensiva y tan ruda como Nikita, le hizo helarse de la cabeza a los pies. Saltó de la cama, quiso gritar con toda la fuerza de sus pulmones y correr a matar a Nikita, a Jobotov, al inspector y al practicante, suicidándose luego; mas su pecho no emitió sonido alguno, y las piernas no le obedecieron. Jadeante y furioso, Andrei Efímich desgarró sobre su pecho la bata y el camisón, y después de hacerlos jirones, perdió el conocimiento y se desplomó en la cama.

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