Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo XII

Andrei Efímich comenzó a notar una atmósfera extraña a su alrededor


Capítulo XII

A partir de entonces, Andrei Efímich comenzó a notar una atmósfera extraña a su alrededor. Los guardas, las enfermeras y los enfermos, al encontrarse con él, le miraban con aire interrogativo y luego cuchicheaban entre sí. Masha, la hijita del inspector, con la que siempre le gustaba encontrarse en el jardín del hospital, escapaba cuando él, sonriente, quería acercársele para acariciarle la cabecita. El jefe de correos, Mijaíl Averiánich, al oírle, ya no decía «Completamente cierto», sino mascullaba con incomprensible azoramiento: «Pues sí, sí, sí...» y le miraba triste y compasivamente. Por razones ignoradas, había comenzado a aconsejar a su amigo que dejase el vodka y la cerveza; pero como era persona delicada, no se lo decía claramente, sino con rodeos, refiriéndole la historia de un comandante de batallón, excelente sujeto, o del capellán de un regimiento, magnífica persona, que bebían y enfermaron; pero recobraron totalmente la salud apenas se quitaron de la bebida. Su colega Jobotov también estuvo a verle dos o tres veces, recomendándole que dejase de beber, y aconsejándole que tomase bromuro de potasio, sin que Andrei Efímich viese el menor motivo para ello.

En agosto, Andrei Efímich recibió una carta del alcalde rogándole que fuese a verle, para tratar un asunto importantísimo. Cuando se presentó en el Ayuntamiento, Andrei Efímich encontró allí al jefe de la guarnición, al inspector del instituto comarcal, que era concejal, a Jobotov y a un señor grueso y rubio, que le fue presentado como médico. Este médico de apellido polaco, muy difícil de pronunciar, vivía a cosa de 30 kilómetros de la ciudad, en una granja caballar, y estaba allí de paso, según le dijeron.

-Hay aquí una propuesta que le concierne -dirigióse el concejal a Andrei Efímich, una vez intercambiados los saludos de rigor y sentados ya todos-. Evgueni Fiodorich dice que la farmacia del hospital tiene poco sitio en el pabellón principal y que habría que trasladarla a uno de los pequeños. Naturalmente, se puede trasladar; pero habrá que arreglar el pabellón adonde se la traslade.

-En efecto, la reparación será imprescindible -asintió Andrei Efímich, al cabo de un momento de reflexión-. Si acondicionamos el pabellón del extremo para farmacia, creo que se necesitarán, como minimum, 500 rublos. Un gasto improductivo.

Se produjo una pausa.

-Ya tuve el honor de informar hace diez años -agregó Andrei Efímich en voz más queda- que este hospital, en su estado presente, constituye un lujo exagerado para la ciudad. Lo construyeron en la década del cuarenta, cuando los recursos eran distintos. La ciudad gasta mucho dinero en construcciones innecesarias y en cargos superfluos. Creo que con igual dinero, y en otras condiciones, podrían sostenerse dos hospitales ejemplares.

-Bueno; pues vamos a crear otras condiciones -se apresuró a responder el concejal.

-Ya tuve el honor de hacer una propuesta: transfieran ustedes los servicios médicos a la Diputación.

-Sí, sí: transfieran el dinero a la Diputación, y lo robarán todo -rió el doctor rubio.

-Es lo que siempre ocurre -asintió el concejal, sonriéndose a su vez.

Andrei Efímich echó al doctor rubio una mirada desvaída y replicó:

-Hay que ser justos.

Nueva pausa. Sirvieron té. El militar, inexplicablemente confuso, tocó a través de la mesa la mano de Andrei Efímich y le dijo:

-Nos tiene usted totalmente olvidados, doctor. Claro, que usted es un monje: ni juega a las cartas ni le gustan las mujeres. Con nosotros se aburriría...

Todos se pusieron a comentar lo tediosa que era la vida en aquella ciudad, para un hombre instruido, ni teatro, ni música; y en el último baile celebrado en el club, había cerca de veinte damas y solamente dos caballeros, porque los jóvenes no bailaban, sino que se agolpaban junto al ambigú o jugaban a las cartas. Andrei Efímich, reposadamente, sin mirar a nadie, dijo que era una lástima, una verdadera lástima, que la gente dedicara sus energías, su inteligencia y su corazón a las cartas y al cotilleo; y que no supiera o no quisiera pasar el tiempo ocupada en una conversación interesante, o en la lectura, o disfrutando de los placeres del entendimiento. Sólo el entendimiento era interesante y magnífico: lo demás no pasaba de ruin y minúsculo. Jobotov escuchó atentamente a su colega; y, de pronto, le interrumpió:

-Andrei Efímich, ¿a cómo estamos hoy?

Obtenida la respuesta, Jobotov y el doctor rubio, en tono de examinadores que notan su falta de habilidad, preguntaron a Andrei Efímich qué día era, cuántos días tenía el año y si era cierto que en el pabellón número seis habitaba un notable profeta.

Al oír la última pregunta, Andrei Efímich enrojeció y dijo:

-Es un joven alienado; pero muy interesante. Ya no le preguntaron nada más.

A la salida, cuando Andrei Efímich estaba poniéndose el abrigo en el recibidor, se le acercó el militar, le puso la mano en el hombro y suspiró:

-Ya es hora de que los viejos descansemos.

Una vez en la calle, nuestro hombre comprendió que había sido examinado por una comisión encargada de dictaminar acerca de sus facultades mentales. Recordó las preguntas que le habían hecho, enrojeció; y, por primera vez en su vida, le dio lástima la medicina.

«Dios mío -pensó al recordar a los médicos que acababan de observarle-. ¡Pero si no hace ni tres días que se examinaron de psiquiatría! ¿Cómo son tan ignorantes? ¡Si no tienen ni idea de la materia!»

Y, por primera vez en su vida, se sintió ofendido y enojado.

Aquella misma tarde acudió a visitarle Mijaíl Averiánich. Sin saludar siquiera, el jefe de correos se le acercó y, cogiéndole las dos manos, le dijo con voz emocionada:

-Querido amigo mío, demuéstreme que cree en mi sincera estima y que me considera amigo suyo... ¡Andrei Efímich! -y, sin dejar hablar al médico, prosiguió cariñoso-: Le tengo verdadero afecto, por su instrucción y por su nobleza. Escúcheme, querido: las reglas de la ciencia obligan a los doctores a ocultarle la verdad; pero yo, como militar, tiro por la calle de en medio: ¡Está usted enfermo! Dispense mi franqueza, querido, pero es la pura verdad de la que se han percatado hace tiempo todos los que le rodean. El doctor Evgueni Fiodorich acaba de comunicarme que debiera usted descansar y distraerse, en bien de su salud. ¡Es completamente cierto! ¡Estupendo! Estos días pediré mis vacaciones y me voy a respirar otros aires. ¡Demuéstreme que es amigo mío! ¡Vámonos juntos! ¡Vámonos! ¡Nos sacudiremos los años!

-Yo me siento perfectamente sano -repuso Andrei Efímich después de pensar un breve instante-. No puedo ir a ninguna parte. Permítame que le demuestre mi amistad de algún otro modo.

Irse no se sabe dónde ni para qué, sin los libros, sin Dariushka, sin cerveza; alterar bruscamente un régimen de vida establecido hacía más de veinte años... Tal idea se le antojó absurda y fantástica en el primer momento. Pero luego recordó la reunión del Ayuntamiento y el mal estado de ánimo que se apoderó de él al volver a su casa. Y la idea de abandonar un poco de tiempo una ciudad donde la gente estúpida le consideraba loco, le sonrió.

-¿Y a dónde piensa usted ir? -inquirió.

-A Moscú, a San Petersburgo, a Varsovia... En Varsovia pasé los cinco años más felices de mi vida. ¡Qué ciudad más admirable! ¡Venga conmigo, querido!

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Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX