Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo XI

La conversación duró todavía cosa de una hora; y, al parecer, produjo gran impre


Capítulo XI

La conversación duró todavía cosa de una hora; y, al parecer, produjo gran impresión al doctor. A partir de entonces, comenzó a visitar el pabellón todos los días. Iba por la mañana y después de almorzar; y a menudo, oscurecía, charlando con Iván Dimítrich. Al principio, éste se mostraba huidizo, sospechando mala intención; y expresaba su hostilidad francamente: pero pronto se acostumbró al trato con el médico, y cambió su rudeza por una actitud mezcla de condescendencia y de ironía.

Pronto se propagó en el hospital el rumor de que Andrei Efímich visitaba el pabellón número seis. Ni el practicante, ni Nikita, ni las enfermeras acertaban a explicarse para qué iba, por qué se pasaba allí horas enteras, de qué hablaba y por qué no daba recetas. Sus actos parecían extraños. Mijaíl Averiánich no le encontraba a menudo en su domicilio, cosa que jamás había ocurrido antes; y Dariushka estaba muy desconcertada, pues el doctor no tomaba ya la cerveza a una hora fija; y hasta llegaba tarde a almorzar algunas veces.

Un día de fines de junio, el doctor Jobotov vino a ver a Andrei Efímich para un asunto. Como no le hallara en casa, se fue a buscarlo por el patio, donde alguien le dijo que el viejo médico había entrado en el pabellón de los locos. Penetrando en él y deteniéndose en el zaguán, Jobotov oyó la siguiente conversación:

-Nunca llegaremos a un acuerdo, y desde luego, no conseguirá usted convertirme a sus creencias -decía Iván Dimítrich hoscamente-. Usted ignora por completo la realidad: jamás ha sufrido, y como una sanguijuela, se ha nutrido de los sufrimientos ajenos. Yo, en cambio, he sufrido desde el día de mi nacimiento hasta el de hoy. Por eso le digo, sin rodeos, que me considero por encima de usted y más competente que usted en todos los órdenes. Nada tiene que enseñarme.

-No tengo la pretensión de convertirle a mis creencias -pronunció en voz baja Andrei Efímich, lamentando que no quisieran comprenderlo-. Y no se trata de eso, amigo mío. El quid no está en que usted haya sufrido y yo no. Los sufrimientos y las alegrías son cosa efímera. Dejémoslos a un lado, y que se vayan con Dios. El quid está en que usted y yo pensamos. Vemos, el uno en el otro, personas capaces de pensar y de razonar; y esto nos hace solidarios, por diversos que sean nuestros criterios. ¡Si supiera usted, amigo mío, cómo me fastidian la insensatez, la torpeza, la cerrazón generales, y con cuánta alegría charlo con usted todas las veces! Es usted inteligente, y me deleita su conversación.

Jobotov entreabrió la puerta y miró al pabellón: Iván Dimítrich, con el gorro de dormir, y el doctor Andrei Efímich estaban sentados juntos en la cama. El loco gesticulaba, temblaba y se arrebujaba febrilmente en la bata; y el doctor, inmóvil, gacha la cabeza, tenía la cara roja y la expresión abatida y triste. Jobotov se encogió de hombros, sonrió y miró a Nikita. Nikita se encogió también de hombros.

Al día siguiente, el joven médico acudió al pabellón acompañado del practicante, y los dos se pusieron a escuchar en el zaguán.

-Parece que nuestro abuelo se ha ido de la cabeza -comentó Jobotov al salir.

-¡Señor, ten piedad de nosotros, pecadores! -suspiró el beato Serguei Sergueich, rodeando cuidadosamente los charcos, para no ensuciarse las lustrosas botas-. A decir verdad, estimado Evgueni Fiodorich, hace tiempo que yo lo esperaba.

Caítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX