Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo XV

era ya noviembre; y las calles aparecían cubiertas de nieve.


Capítulo XV

Cuando los dos regresaron a la ciudad de su residencia, era ya noviembre; y las calles aparecían cubiertas de nieve. El puesto de Andrei Efímich estaba ya ocupado por Jobotov, que vivía en su viejo domicilio, esperando a que llegase Andrei Efímich y desalojara el piso cedido por el hospital. La fea mujer a la que él llamaba «cocinera» habitaba ya en uno de los pabellones.

Corrían por la ciudad nuevos chismes acerca del hospital. Murmurábase que la fea había reñido con el inspector; y que éste se arrastraba ante ella, pidiéndole perdón.

Andrei Efímich tuvo que buscar nuevo alojamiento el primer día de su regreso.

-Querido amigo -le preguntó tímidamente el jefe de correos-. Perdone si la pregunta es indiscreta: ¿de qué medios dispone usted?

El médico contó en silencio su dinero y respondió:

-Ochenta y seis rublos.

-No le pregunto lo que lleva encima -murmuró, confuso, Mijaíl Averiánich-. Le pregunto qué recursos tiene usted, en general.

-Pues eso es lo que le digo: 86 rublos... No dispongo de nada más.

Mijaíl Averiánich consideraba al doctor persona honesta y noble; pero le atribuía un capital de 20 000 rublos como mínimo. Ahora, al enterarse de que era casi un mendigo, sin ningún medio de vida, se echó a llorar y abrazó a su amigo.

Andrei Efímich se mudó a una casita de tres ventanas, propiedad de una tal Bielova, en la que había tres habitaciones sin contar la cocina. Dos de ellas las ocupaba el doctor; y en la tercera y en la cocina vivían Dariushka y la dueña, con sus tres niños. De cuando en cuando, el amante de Bielova venía a pasar la noche con ella. Era un mujik borracho, que escandalizaba e infundía pánico a Dariushka y a los niños. Cuando llegaba y, sentado en la cocina, exigía vodka, todos se asustaban; y el doctor, movido a compasión, recogía a los niños, atemorizados y llorosos, acostándolos en el suelo de una de sus habitaciones, lo que le causaba honda satisfacción.

Seguía levantándose a las ocho; y, después de desayunar, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas, puesto que carecía de dinero para comprar nuevos. Ya fuese porque los libros eran viejos o por el cambio de situación, lo cierto es que la lectura, lejos de cautivarle como antes, hasta le fatigaba. Para no caer en la ociosidad completa, compuso un catálogo detallado de sus libros y pegó a todos unos papelitos en las pastas. Y esta labor, mecánica y minuciosa, le parecía más amena que la lectura: con su monotonía y minuciosidad, abstraía su pensamiento de un modo incomprensible, impidiéndole la reflexión y haciendo más corto el tiempo. Hasta pelar patatas con Dariushka en la cocina o limpiar el alforfón se le hacía más entretenido que leer. Iba a la iglesia los sábados y los domingos. De pie junto a la pared y con los ojos entornados, oía cantar y pensaba en su padre, en su madre, en la universidad, en las religiones. Sentíase tranquilo, triste; y al salir de la iglesia, lamentaba que la misa hubiera terminado tan pronto.

Fue dos veces al hospital para visitar a Iván Dimítrich y charlar con él. Pero en ambas ocasiones, Iván Dimítrich, muy excitado y furioso, gritó que le dejara en paz, que ya estaba harto de tanto charlar en balde y que por todos los sufrimientos que atravesaba, sólo pedía a la maldita gente una recompensa: que le encerrasen solo. ¿Es que le iban a negar incluso aquello? Las dos noches, cuando Andrei Efímich se despidió, deseándole buenas noches, el loco se enfureció y gritó:

-¡Al diablo!

Andrei Efímich no sabía ya si ir a verle por tercera vez. Y la cosa era que sentía deseo de ir.

En otros tiempos, Andrei Efímich, al terminar el almuerzo paseaba por las habitaciones pensando en cosas elevadas. Ahora, en cambio, se pasaba desde el almuerzo hasta la cena acostado en el diván, de cara al respaldo, y entregado a pensamientos mezquinos, que no podía apartar de su imaginación. Le dolía que, habiendo prestado servicio durante más de veinte años, no le hubiesen concedido pensión alguna, ni le hubieran dado aunque sólo fuese una gratificación. Cierto que no había servido honradamente; mas también era cierto que las pensiones se otorgaban a todos los empleados, honestos o no. La justicia moderna consistía en que los rangos, las condecoraciones y los subsidios no se concedían a las prendas o cualidades morales, sino al servicio en general, cualquiera que fuese. ¿Por qué razón debían hacer una excepción con él? Ya no le quedaba dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña: debía ya 32 rublos de cerveza. También estaba en deuda con el ama de la casa. Dariushka vendía a hurtadillas los viejos libros y la ropa; y engañaba a la dueña diciéndole que el doctor iba a recibir pronto mucho dinero.

Andrei Efímich no podía perdonarse haber gastado en el viaje 1 000 rublos, producto de sus ahorros. ¡Qué buen servicio le harían ahora! Le molestaba que la gente no le dejase en paz. Jobotov se creía obligado a visitar de vez en cuando al colega enfermo. Todo él le resultaba antipático a Andrei Efímich: su cara de hartazgo, su tono de condescendencia, su trato de «colega» y hasta sus botas altas. Y lo más desagradable era que se considerase en el deber de cuidar a Andrei Efímich y que pensase que, verdaderamente, lo estaba curando. A cada visita le traía un frasco de bromuro de potasio y píldoras de ruibarbo.

También Mijaíl Averiánich se creía en la obligación de visitar y distraer al amigo. Siempre entraba en casa de éste, con afectada desenvoltura, riendo forzadamente y tratando de hacerle creer que tenía un aspecto magnífico y que, a Dios gracias, su estado iba mejorando; de donde podía deducirse que consideraba desesperada la situación de su amigo. Como no le había pagado la deuda de Varsovia, y se sentía confuso y abochornado por ello, trataba de reír con más fuerza y contar las cosas más cómicas. Sus anécdotas y chistes parecían ahora interminables; y eran un tormento para Andrei Efímich y para él mismo.

En su presencia, Andrei Efímich solía tenderse en el diván, de cara a la pared, y escucharle apretando los dientes. Iban sedimentándose en su alma capas de hastío; y a cada visita del amigo, el médico notaba que los sedimentos iban subiendo y llegándole casi a la garganta.

Para ahogar los sentimientos mezquinos, Andrei Efímich se apresuraba a considerar que él mismo y Jobotov y Mijaíl Averiánich, perecerían tarde o temprano, sin dejar en la naturaleza rastro de su paso. Suponiendo que dentro de un millón de años pasase junto a la tierra algún espíritu, no vería en ella sino arcilla y peñas desnudas. Todo, incluso la cultura y las leyes morales, desaparecería; y no crecería ni siquiera la hierba. ¿Qué importaba la vergüenza ante el tendero, o el miserable Jobotov, o la fatigosa amistad de Mijaíl Averiánich ? Todo era tontería, nimiedad.

Pero tales razonamientos no servían ya de nada. Apenas se ponía a pensar en lo que sería el globo terráqueo dentro de un millón de años, detrás de una peña desnuda aparecía Jobotov con sus botas altas o salía Mijaíl Averiánich con su risa forzada; incluso se oía su voz queda y cohibida: «La deuda de Varsovia se la pagaré uno de estos días, amigo... Se la pagaré sin falta».

Caítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX