Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo V

El doctor Andrei Efímich Raguin es un hombre notable en su género


Capítulo V

¡Extraño rumor!

El doctor Andrei Efímich Raguin es un hombre notable en su género. Se dice que allá en su juventud era muy devoto, se preparaba para la carrera eclesiástica; y en 1863, al terminar el bachillerato, tuvo intención de ingresar en la Academia de Teología; pero su padre, doctor en medicina y cirujano, lo tomó a risa y declaró, categóricamente, que dejaría de considerarle hijo suyo si se metía a pope. Ignoro hasta qué punto será verdad todo esto; pero el propio Andrei Efímich reconoció más de una vez que jamás tuvo ninguna vocación por la medicina o por las ciencias especiales en general.

Fuese como fuese, lo cierto es que terminó sus estudios de medicina y que no se hizo pope. No se mostraba muy beato, y al principio de su carrera como médico se parecía a un sacerdote tan poco o menos que ahora.

Tiene un aspecto pesado, torpe, de mujik. Por su cara, su barba, su pelo liso y su cuerpo fornido y basto, recuerda a un ventero de carretera, harto, inmoderado y brusco. Su cara es rígida, surcada de venillas azules; sus ojos, pequeños; y su nariz roja. Alto de estatura y ancho de hombros, tiene unos brazos y unas piernas enormes. Diríase que al que coja con su puño le sacaría el alma del cuerpo. Pero su pisada es suave y sus andares pausados, cautos. Al encontrarse con alguien en un pasillo estrecho, siempre es el primero en detenerse para dejar paso, y se excusa con blanda voz de tenor, y no de bajo, como uno espera. Una pequeña hinchazón le impide usar cuello almidonado, razón por la cual lleva camisa de percal o de lienzo suave. Su indumentaria no es la de un médico. El mismo traje le dura alrededor de diez años; y la ropa nueva, que compra en la tienda de algún judío, parece tan vieja y arrugada como la anterior. Vestido con la misma levita recibe a los enfermos, almuerza y va de visita. Pero no lo hace por tacañería, sino por descuido hacia su persona.

Cuando Andrei Efímich llegó a la ciudad para tomar posesión de su cargo, el «establecimiento filantrópico» se hallaba en condiciones horribles. El hedor en los pabellones, en los pasillos y hasta en el patio, hacían difícil la respiración. Los guardas, las enfermeras y sus hijos, dormían en los mismos pabellones que los enfermos. Todos se quejaban de que las cucarachas, las chinches y los ratones les hacían la vida imposible. En la sección de cirugía, la erisipela era cosa permanente. Para todo el hospital había únicamente dos escalpelos y ningún termómetro. El cuarto de baño servía de almacén de patatas. El inspector, la encargada de la ropa y el practicante robaban a los enfermos; y se murmuraba que el antiguo médico, el predecesor de Andrei Efímich, vendía secretamente el alcohol del hospital y había formado un auténtico harén de enfermeras y enfermas. En la ciudad se conocían estas anormalidades e incluso se las exageraba; pero la actitud de todos era de tolerancia. Unos las justificaban afirmando que en el hospital ingresaban sólo gente baja y mujiks, los cuales no podían estar insatisfechos, ya que en sus casas vivían mucho peor. ¡No los iban a alimentar con faisanes! Otros buscaban el argumento de que a una ciudad, sin la ayuda de la Diputación provincial, le era imposible costear un buen hospital; y por consiguiente, había que dar gracias a Dios por tener uno, aunque fuera malo. Y la Diputación no abría ningún establecimiento sanitario en la ciudad ni en sus inmediaciones, alegando que ya había un hospital.

Después de inspeccionarlo, Andrei Efímich dedujo que aquel establecimiento era inmoral y nocivo en alto grado para la salud del vecindario. A su entender, lo más inteligente hubiera sido dar libertad a los enfermos y cerrar el hospital. Mas consideró que para ello no bastaba con su voluntad y que, por otra parte, sería inútil, pues al desterrar de un lugar la inmundicia física y moral, ésta se trasladaría a otro. En consecuencia, procedía esperar a que ella, por sí sola, se liquidase. Además, el hecho mismo de que la gente hubiera abierto un hospital y lo tolerase, significaba que le era necesario; los prejuicios y tantas otras porquerías e inmundicias de la vida diaria, eran precisos, porque con el correr del tiempo, se convertían en algo útil, como el estiércol o la tierra negra. No hay en el mundo cosa buena que no provenga de una inmundicia, pensaba él.

Al tomar posesión del cargo, Andrei Efímich pareció ser indiferente a las anomalías del hospital. Limitóse a ordenar a los guardas y a las enfermeras que no pernoctasen en los pabellones; y a colocar dos armarios con instrumental. El inspector, la encargada de la ropa, el practicante y la erisipela de la sección quirúrgica permanecieron en sus puestos.

Andrei Efímich ama extraordinariamente la inteligencia y la honradez, pero para organizar a su alrededor una vida inteligente y honrada le faltan carácter y confianza en sí mismo. No sabe ordenar, prohibir e insistir. Diríase que ha hecho voto de no levantar nunca la voz ni emplear el modo imperativo. Se le hace difícil decir «dame» o «tráeme». Cuando tiene gana de comer, deja oír una tosecilla de indecisión y dice a la cocinera: «Estaría bien tomar un poco de té» o «Me gustaría almorzar». En cambio, se siente sin fuerzas para decir al inspector que deje de robar, o para despedirlo, o para abolir ese cargo, inútil y parasitario. Cuando le engañan, o le adulan, o le traen a la firma una cuenta, falsa a todas luces, Andrei Efímich se pone más colorado que un cangrejo y se siente culpable; pero firma la cuenta. Y si los enfermos se quejan de que pasan hambre o de malos tratos por parte de las enfermeras, él se desconcierta y masculla con aire de culpabilidad:

-Está bien, está bien, ya me informaré... De seguro que se trata de una mala interpretación.

En los primeros tiempos, Andrei Efímich trabajó con enorme celo. Recibía enfermos desde por la mañana hasta la hora del almuerzo; practicaba operaciones y hasta asistía a parturientas. Las señoras decían que adivinaba admirablemente las enfermedades, sobre todo las de mujeres y niños. Pero poco a poco, se fue aburriendo de todo aquello, con su monotonía y su evidente inutilidad. Hoy recibía treinta enfermos, y al día siguiente se le presentaban treinta y cinco, a los dos días, cuarenta; y así, sucesivamente, día tras día y año tras año, sin que en la población descendiese la mortalidad. No había modo humano de atender seriamente a cuarenta enfermos en el curso de una mañana; por consiguiente, aquello era un engaño. Si en un año había recibido a doce mil enfermos, quería decirse, hablando lisa y llanamente, que había engañado a doce mil personas. Tampoco era posible internar a los pacientes graves y tratarlos según las reglas de la ciencia, porque había reglas y no ciencias; y si, dejando a un lado la filosofía, se atenía a las reglas de un modo formalista, como los demás médicos, para ello necesitaba, en primer término, limpieza y ventilación, en lugar de suciedad: alimentación sana y no schi de apestosa col agria; y buenos auxiliares, en vez de ladrones.

Por otra parte, ¿para qué impedir que la gente muriese si la muerte es el fin normal y legítimo de todos y cada uno? ¿Qué se ganaría con que un mercachifle o un chupatintas viviese cinco o diez años más? Considerando que el objeto de la medicina consistía en aliviar los sufrimientos, surgía la pregunta: ¿Y para qué aliviarlos? En primer lugar, se decía que los sufrimientos llevaban al hombre a la perfección; y en segundo, si la humanidad aprendiese a mitigar sus males con píldoras y gotas abandonaría totalmente la religión y la filosofía, en las que hasta entonces encontraba, no sólo un escudo contra las calamidades, sino incluso la felicidad. Pushkin padeció horribles tormentos antes de morir; y el pobre Heine estuvo paralítico varios años. ¿Qué razón había, pues, para que no aguantasen enfermedades un Andrei Efímich o una Matriona Savishna, cuyas vidas carecían de contenido y resultarían completamente hueras y semejantes a la de la amiba, a no ser por los sufrimientos?

Abrumado por tales reflexiones, Andrei Efímich se desalentó y dejó de ir al hospital diariamente.

Caítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX