Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo XIV

El doctor iba de acá para allá, miraba, comía, bebía. Pero su única sensación er


Capítulo XIV

El doctor iba de acá para allá, miraba, comía, bebía. Pero su única sensación era de fastidio contra Mijaíl Averiánich. Ansiaba descansar de su amigo, huir de su compañía, ocultarse. Y el amigo se consideraba obligado a no dejarle solo un instante y a procurarle el mayor número de distracciones. Cuando no tenían nada que ver, le distraía con su conversación. Andrei Efímich aguantó dos días, pero al tercero declaró al amigo que se sentía indispuesto y deseaba quedarse en la habitación; a lo que respondió aquél diciendo que, en tal caso, también él se quedaría: era necesario descansar, pues de otro modo iban a perder hasta el aliento. Andrei Efímich se tendió en el diván, de cara a la pared; y, apretando los dientes, estuvo oyendo al militar, quien aseguraba que Francia, más tarde o más temprano, destruiría a Alemania; que en Moscú había muchos granujas; y que por la figura de un caballo no podían apreciarse sus cualidades. Al doctor comenzaron a zumbarle los oídos y se le aceleraron las palpitaciones del corazón; pero no se atrevió, por delicadeza, a pedir al otro que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl Averiánich terminó aburriéndose de estar en la habitación y se marchó, después de comer, a dar un paseo.

Cuando se vio solo, Andrei Efímich se entregó al descanso. ¡Qué agrado estar inmóvil en el diván y saberse solo en la habitación! No era posible la dicha completa sin la soledad. El ángel caído debió traicionar a Dios porque deseaba la soledad, que los ángeles desconocen. El doctor hubiera querido pensar en lo visto y oído en los últimos días, pero Mijaíl Averiánich no se le iba de la imaginación.

«La cosa es que ha tomado sus vacaciones y se ha venido conmigo por amistad, por generosidad -pensaba el doctor con enfado-. No hay nada peor que esta especie de tutela amistosa. Parece bueno, magnánimo y alegre; pero es aburridísimo. Insoportablemente aburrido. Así son los que siempre pronuncian bellas frases; pero uno se da cuenta de que son unos brutos.»

Al día siguiente, Andrei Efímich pretextó hallarse enfermo y no salió de la habitación. Tendido en el diván, de cara a la pared, sufría cuando el amigo trataba de distraerle, charlando o descansaba en su ausencia. Tan pronto se enojaba consigo mismo por haber emprendido el viaje con su amigo, cada día más charlatán y desenvuelto. Y no lograba pensar en nada serio o elevado.

«Me está castigando la realidad de que hablaba Iván Dimítrich -pensaba, disgustado por su quisquillosería-. Aunque, por otra parte, todo es pura bobada... Cuando vuelva a casa, las cosas volverán a su cauce.»

Y en San Petersburgo, igual: días enteros sin salir de la habitación, echado en el diván, del que sólo se levantaba para beber cerveza.

Mijaíl Averiánich se daba prisa para irse a Varsovia.

-Pero, querido, ¿qué tengo yo que hacer allí? -protestaba Andrei Efímich con voz suplicante-. ¡Váyase solo y permítame que yo me vuelva a casa! ¡Por favor!

-¡De ninguna manera! -exclamaba Mijaíl Averiánich-. ¡Es una ciudad maravillosa! Yo pasé en ella los cinco años más felices de mi vida.

Como al doctor le faltaba carácter para mantenerse en lo suyo, se fue a Varsovia, aunque a regañadientes. Tampoco allí salió de la habitación del hotel; también permaneció tendido en el diván; y también se enojó consigo mismo y con su amigo, a más de con los mozos, que se resistían a comprender el ruso. Y Mijaíl Averiánich, sano, optimista y alegre como de ordinario, andaba siempre por la ciudad buscando a sus viejos amigos. Pasó varias noches fuera del hotel. Después de una de estas noches, regresó por la mañana temprano, en estado de fuerte alteración, rojo y despeinado. Recorrió largo tiempo la pieza yendo de un rincón a otro, gruñendo para sí; y por último se detuvo y dijo:

-¡El honor ante todo!

Después volvió a andar un poco; y, agarrándose la cabeza con las dos manos, pronunció, trágico:

-¡Sí, el honor ante todo! ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió venir a esta Babilonia! Querido amigo -dirigiéndose al doctor-, desprécieme usted: he perdido a las cartas. Présteme 500 rublos.

Andrei Efímich contó la suma pedida; y, sin decir palabra, se la dio a su amigo. éste, rojo todavía de vergüenza y de cólera, barbotó un juramento tan incoherente como innecesario, encasquetóse la gorra y salió. Volvió cosa de dos horas más tarde, aquí se desplomó en un sillón; y, suspirando profundamente, dijo:

-¡El honor está a salvo! Vámonos de aquí, amigo mío. No quiero estar ni un minuto más en esta maldita tierra. ¡Granujas! ¡Espías austriacos!

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Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

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Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX