Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo VII

despedido al amigo, Andrei Efímich se sienta a la mesa y reanuda su lectura


Capítulo VII

Una vez que ha despedido al amigo, Andrei Efímich se sienta a la mesa y reanuda su lectura. Ningún sonido altera el silencio de la noche. El tiempo parece detenerse e inmovilizarse, como el doctor, sobre el libro; y dijérase que nada existe fuera del libro y de la lámpara con su pantalla verde. El rostro del doctor, tosco y digno de un mujik, resplandece, poco a poco, en una sonrisa de enternecimiento y de júbilo ante las realizaciones del cerebro humano. ¡Oh!, ¿por qué no será inmortal el hombre? -piensa-. ¿Para qué existen los centros y las circunvoluciones cerebrales, para qué la vista, la palabra, el sentimiento y el genio, si todo ello está condenado a convertirse en polvo y, en fin de cuentas, a enfriarse con la corteza terrestre y a volar millones de años, sin sentido ni objeto, junto con la tierra, alrededor del sol? Para que se enfríe y luego gire, no hacía falta sacar de la nada al hombre con su razón excelsa, casi divina, y luego, como por burla, convertirlo en barro.

¡La transformación de la materia! ¡Qué cobardía consolarse con este sucedáneo de la inmortalidad! Los procesos inconscientes que se verifican en la naturaleza están, incluso, por debajo de la estulticia humana, ya que en la estulticia se encierra un algo de conciencia y de voluntad; mientras que en tales procesos no hay absolutamente nada. Sólo un pusilánime, con más miedo a la muerte que dignidad humana, puede consolarse pensando que su cuerpo vivirá algún día en una hierba, en una piedra o en un sapo... Ver la inmortalidad en la transformación de las substancias es tan paradójico como augurar un porvenir magnífico a la funda después que el rico violín se ha roto y ha quedado inútil.

Cuando el reloj da las horas, Andrei Efímich se recuesta en el respaldo del sillón y cierra los ojos para meditar un instante. Y, como por casualidad, incitado por los buenos pensamientos que acaba de leer en el libro, lanza una ojeada a su pasado y a su presente. El pasado es repelente; vale más no pensar en él. Y el presente, lo mismo. Andrei Efímich sabe que mientras sus pensamientos giran en torno al sol en compañía de la Tierra enfriada, a poca distancia de su casa, en el pabellón principal, muchas personas sufren enfermedades y suciedad física. Acaso haya algún enfermo desvelado, luchando contra los parásitos, contagiándose de erisipela o quejándose por tener la venda demasiado apretada; acaso otros estén jugando a las cartas con las enfermeras y bebiendo vodka. Durante el último año fueron engañadas doce mil personas. Igual que hace veinte años, en los servicios sanitarios imperan el robo, el chismorreo, la murmuración, el compadrazgo, la charlatanería mas grosera; y el hospital sigue constituyendo un establecimiento inmoral y nocivo, en grado sumo, para la salud publica. Andrei Efímich sabe que en el pabellón número seis, Nikita vapulea a los enfermos; y que Moiseika recorre diariamente la ciudad pidiendo limosna.

De otro lado, el doctor sabe perfectamente que durante los últimos veinticinco años se han producido cambios fabulosos en la medicina. Cuando él estudiaba en la universidad, creía que la medicina iba a correr pronto la suerte de la alquimia y de la metafísica. Ahora , cuando lee de noche, la medicina le tienta, suscitando en él sorpresa y entusiasmo. ¡Qué florecimiento tan inesperado, que revolución! Gracias a los antisépticos se realizan operaciones que el gran Pigorov consideraba imposibles incluso in spe. Simples médicos provincianos se atreven a efectuar resecciones de la articulación de la rodilla; por cada cien operaciones de vientre sólo hay un desenlace mortal; y el mal de piedra se considera tal insignificancia, que ni siquiera se escribe acerca de él. Se cura radicalmente la sífilis. ¿ Y la teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, la estadística de la higiene y la medicina rural rusa? La psiquiatría, con su actual clasificación de las enfermedades, los métodos de diagnóstico y tratamiento, todo ello, en comparación con lo anterior, es un mundo nuevo. A los alienados no se les echa ahora agua en la cabeza ni se les ponen camisas de fuerza; se les da un trato humano, y según escriben los periódicos, hasta se organizan para ellos espectáculos y bailes. Andrei Efímich no ignora que, con el criterio y la moral actuales, una infamia como la del pabellón número seis sólo es posible a 200 kilómetros largos del ferrocarril, en un villorrio donde el alcalde y todos los consejales son pequeños burgueses semianalfabetos, que tienen al médico por un sacerdote en el que hay que confiar a pie juntillas, aunque ordene echarle a uno estaño ardiente en la boca; en cualquier otro lugar, el público y los periódicos hubieran derruido y deshecho esta pequeña Bastilla.

«Bueno, ¿ y qué ? -se pregunta Andrei Efímich abriendo los ojos-. ¿Qué se gana con todo eso? Antisépticos, Koch, Pasteur; pero la realidad de las cosas ha cambiado bien poco. Las enfermedades y la mortalidad siguen siendo las mismas. Se organizan bailes y espectáculos para los locos; pero, a pesar de todo, no los sueltan. Quiere decirse que todo es tontería y vanidad, y que la diferencia entre la mejor clínica de Viena y mi hospital es nula, en esencia».

Pero la amargura y un sentimiento parecido a la envidia le impiden permanecer indiferente. Quizá todo ello sea producto de la fatiga. La cabeza, pesada, se le cae sobre el libro. El médico se pone las manos bajo la cara y piensa:

«Estoy dedicado a una labor perjudicial y me dan mi sueldo personas a quienes engaño. No soy honrado. Pero, por mí mismo, no represento nada: soy únicamente una partícula de un mal social inevitable: todos los funcionarios comarcales son dañinos y cobran sin hacer nada... de donde se deduce que no soy yo sino el tiempo, el culpable de mi deshonestidad... si hubiera nacido doscientos años después sería otra cosa distinta...»

Al sonar las tres de la madrugada, apaga la lámpara y se dirige al dormitorio. Va sin ganas de dormir.

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