Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo X

Iván Dimítrich estaba tendido en la misma posición que el día anterior,


Capítulo X

Iván Dimítrich estaba tendido en la misma posición que el día anterior, con la cabeza entre las manos y las piernas encogidas. La cara no se le veía.

-Buenas tardes, amigo -le saludó Andrei Efímich entrando-. ¿No duerme usted?

-En primer lugar, yo no soy su amigo -replicó Iván Dimítrich, con la cara hundida en la almohada-. Y en segundo, es inútil que se empeñe: no me sacará usted una sola palabra.

-Es extraño -murmuró el doctor confundido-. Ayer estábamos charlando tan tranquilamente; y de pronto se enfadó usted e interrumpió la conversación... Quizá le disgustaría alguna de mis expresiones, o acaso yo dijera algo contrario a sus ideas...

-¡Como que se cree usted que va a engañarme! -dijo Iván Dimítrich, incorporándose un poco y mirando al doctor con sorna e inquietud, a un tiempo y con los ojos inyectados en sangre-. Puede marcharse a espiar a otro lado, pues aquí no tiene nada qué hacer. Ayer mismo me di cuenta de por qué viene.

-Extraña fantasía -sonrió Andrei Efímich-. ¿De modo que usted me cree un espía?

-Si, lo creo... Un espía o un médico encargado de examinarme. Para el caso es lo mismo.

-¡Oh, qué... qué raro es usted! Y dispense la expresión...

El doctor sentóse en un taburete, junto a la cama; y movió la cabeza en son de reproche.

-Bueno -prosiguió-. Admitamos que lleva usted razón; que yo vengo a cazar arteramente sus palabras para delatarle a la policía; que le detienen y le condenan. ¿Es que, acaso, en el tribunal o en la cárcel va usted a estar peor que aquí? E incluso si le deportan o le mandan a trabajos forzados, ¿será peor su situación que en este pabellón? Creo que no será peor. ¿Qué motivo hay, pues, para temer?

A lo que se ve, estas palabras influyeron en el ánimo de Iván Dimítrich, que se sentó, calmado.

Eran más de las cuatro de la tarde, la hora en que Andrei Efímich solía recorrer sus habitaciones y Dariushka le preguntaba si no había llegado el momento de tomarse la cerveza. El tiempo era claro y apacible.

-Después de almorzar, salí a dar un paseo; y de camino he venido por aquí, como usted ve -continuó-. Hace un tiempo verdaderamente primaveral.

-¿En qué mes estamos? ¿En marzo? -interesóse Iván Dimítrich.

-Si, a fines de marzo.

-¿Hay mucho barro en la calle?

-No, no mucho. Ya se puede andar por los senderillos del jardín.

-Buena época para darse un paseo en coche por las afueras de la ciudad -dijo Iván Dimítrich, restregándose los ojos enrojecidos, como si acabara de despertarse-. Darse un paseo por las afueras y después volver a casa, meterse en el gabinete, cómodo y abrigado, y que un buen médico le cure a uno el dolor de cabeza... Hace mucho tiempo que no vivo como las personas. ¡Esto da asco! ¡Es insoportable!

Después de la excitación de la víspera, se mostraba fatigado y débil y hablaba como con desgana. Le temblaban los dedos; y, por su semblante, se notaba que le dolía fuertemente la cabeza.

-Entre un gabinete abrigado y cómodo y este pabellón no hay diferencia alguna -sentenció Andrei Efímich-. La quietud y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en él mismo.

-¿Qué quiere decir eso?

-Que el hombre corriente busca lo bueno y lo malo fuera de sí mismo, o sea, en un coche o en un gabinete; mientras que el hombre meditativo lo busca en sí mismo.

-Váyase a predicar esa filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas, que aquí no va con el clima. ¿No fue con usted con quien hablé de Diógenes?

-Sí, hablamos ayer.

-Diógenes no necesitaba un gabinete ni un local abrigado; ya sin eso hace bastante calor allí. Con un tonel para meterse y unas cuantas naranjas y aceitunas que comer, basta y sobra. Pero si Diógenes hubiera vivido en Rusia, no digo yo en diciembre, sino hasta en mayo, habría pedido habitación. Vamos, si no quería helarse.

-No. El frío, como todos los dolores, puede no sentirse. Marco Aurelio dijo: «El frío es una noción viva del dolor; haz un esfuerzo de voluntad para modificar esta noción, recházala, deja de quejarte, y el dolor desaparecerá». Es una gran verdad. Un sabio o, sencillamente, un pensador, un meditador, se distingue de los demás en que desprecia el sufrimiento, siempre está satisfecho y de nada se asombra.

-Quiere decirse que yo soy idiota porque sufro, estoy descontento y me asombro de la bajeza humana.

-Hace mal. Reflexione más a menudo; y comprenderá cuán insignificante es todo lo exterior que nos emociona. Hay que tender a la interpretación de la vida. Ahí reside la verdadera bienaventuranza.

-Interpretación... -Iván Dimítrich frunció el ceño-. Interior... exterior... Perdone usted, pero no comprendo nada de eso. Sé tan sólo -y se levantó mirando hoscamente al doctor-, sé tan sólo que Dios me ha hecho de sangre caliente y de nervios... ¡Sí, señor! Y el tejido orgánico, cuando tiene vida, debe reaccionar a toda excitación. ¡Por eso reacciono yo! Contesto al dolor con gritos y lágrimas: a las infamias, con indignación; a las inmundicias, con asco. Eso es lo que, a mi juicio, se llama vida. Cuanto más inferior es el organismo, tanto menos sensible es y tanto menos reacciona a las excitaciones; y, por el contrario, cuanto mayor es su perfección, tanto mayor es su sensibilidad y tanto más enérgica su reacción ante la realidad. ¿Cómo puede ignorarse esto? ¡Médico, y no sabe cosas tan elementales! Para despreciar el sufrimiento, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar a la situación de éste -Iván Dimítrich señaló al mujik gordo y adiposo- o haberse templado en el sufrimiento, hasta el punto de perder toda sensibilidad o, dicho de otro modo, dejar de vivir. Perdóneme; no soy ni un sabio ni un filósofo -prosiguió Iván Dimítrich indignado-, y no comprendo nada de esto. No estoy en condiciones de razonar.

-Al contrario. Razona usted admirablemente.

-Los estoicos, de los cuales hace usted una parodia, fueron hombres magníficos; pero su doctrina se petrificó hace ya dos mil años, y no ha avanzado un solo paso ni lo avanzará, porque no es práctica ni viable. Ha gozado de algún predicamento entre una minoría, que se pasa la vida estudiando y probando diversas doctrinas; pero la mayoría no la ha comprendido. Una doctrina que predica la indiferencia hacia la riqueza, las comodidades de la vida, los sufrimientos y la muerte, resulta absolutamente incomprensible para la inmensa mayoría; porque esa mayoría jamás ha conocido ni la riqueza ni las comodidades de la vida; y despreciar los sufrimientos equivaldría, para los más, a despreciar la propia vida, ya que todo el ser del hombre consiste en sensaciones de hambre, de frío, de ofensas, de pérdidas y de un miedo a la muerte, digno de Hamlet. En esas sensaciones reside la vida: puede uno cansarse de ella y hasta odiarla; pero nunca despreciarla. Repito que la doctrina de los estoicos no puede tener ningún porvenir; mientras que, por el contrario, como usted ve, desde el comienzo del siglo hasta ahora progresan la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la facultad de reaccionar a las excitaciones...

Iván Dimítrich perdió repentinamente el hilo de sus pensamientos, se detuvo y se secó la frente.

-Quería decir algo importante, pero se me ha ido de la cabeza -lamentóse enfadado-. ¿A qué me estaba refiriendo? ¡Ah, sí! Un estoico se vendió en esclavitud para redimir a un semejante. ¿Ve usted? Hasta un estoico reaccionó a la excitación; pues para realizar un acto tan magnánimo como es el del autosacrificio en favor del prójimo, hace falta un alma compasiva y emocionada. En esta cárcel se me ha olvidado todo lo que aprendí: de no ser así, recordaría algunas cosas más. ¿Y si hablamos de Cristo? Cristo respondía a la realidad llorando, sonriendo, apenándose, enfureciéndose. Hasta nostalgia sentía. No afrontaba los sufrimientos con una sonrisa, ni despreciaba la muerte; por el contrario, oró en el huerto de Getsemaní para no tener que apurar el cáliz de la amargura...

Iván Dimítrich se rió y volvió a tomar asiento.

-Admitamos que la tranquilidad y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en su interior -continuó-. Admitamos que hay que despreciar los sufrimientos y no asombrarse de nada. ¿Con qué fundamento predica usted todo eso? ¿Es usted un sabio? ¿Un filósofo?

-No; no soy un filósofo: pero eso debe predicarlo cada cual, porque es razonable.

-Lo que quiero saber es por qué se considera usted competente en lo que respecta a la interpretación de la vida, al desprecio de los sufrimientos, etcétera. ¿Es que usted ha sufrido alguna vez? ¿Tiene alguna noción del sufrimiento? Permítame una pregunta: ¿le pegaban a usted cuando niño?

-No. Mis padres sentían horror por los castigos corporales.

-Pues mi padre me pegaba sin compasión. Era un funcionario rudo, hemorroidal, de nariz larga y cuello amarillo. Pero hablemos de usted. En toda su vida, nadie le ha tocado al pelo de la ropa, ni le ha asustado. Tiene usted la salud de un toro. Creció bajo las alas de su padre; estudió por cuenta de él; e inmediatamente le cayó en suerte un puesto bueno. Ha vivido más de veinte años sin pagar casa, con calefacción, con luz, con sirvienta, con derecho a trabajar lo que quisiera e incluso a no hacer nada. Por naturaleza, es usted perezoso, vago; y ha procurado organizar su existencia de modo que nadie le moleste ni le haga moverse. Ha puesto todos los asuntos en manos del practicante y de otros canallas; y usted, mientras tanto, sentado en una habitación cálida y silenciosa, juntando dinero, leyendo libros, deleitándose en meditaciones sobre estupideces muy elevadas y (aquí Iván Dimítrich miró la roja nariz del doctor) empinando el codo. Dicho en otras palabras, no ha visto usted la vida, ni la conoce en absoluto; y de la realidad no tiene sino una noción teórica. Si desprecia los sufrimientos y de nada se asombra, es por un motivo muy simple: la vanidad de vanidades, lo externo y lo interno, el desprecio a la vida, a los sufrimientos y a la muerte, la interpretación y la verdadera bienaventuranza, son mera filosofía más grata para el zángano ruso. Usted ve, por ejemplo, a un mujik pegándole a su mujer. ¿Para qué inmiscuirse? Que le pegue: al fin y al cabo, los dos se morirán, tarde o temprano; y, además, el que pega no ofende a su víctima, sino a sí mismo. Emborracharse es estúpido e indecente; pero igual se muere el que se emborracha que el que no. Llega una mujer con dolor de muelas... Como el dolor es la idea de que duele y como, por añadidura, no hay modo de evitar las enfermedades en este mundo, y todos hemos de morir, que se vaya la mujeruca con sus dolores y le deje a usted meditar y beber vodka. Un joven pide consejo y pregunta qué hacer y cómo vivir. Antes de responder, otro reflexionaría un poco; pero usted tiene lista la respuesta: «Aspira a lograr la interpretación de la vida y la auténtica bienaventuranza». ¿Y qué es esa fantástica «bienaventuranza»? Naturalmente, no hay contestación. Aquí nos tienen recluidos tras unos barrotes; nos obligan a pudrirnos y nos martirizan; pero todo ello es magnífico y razonable, porque entre este pabellón y un gabinete cómodo y abrigado no existe ninguna diferencia. Estupenda filosofía: no hay nada que hacer, y la conciencia está tranquila, y uno se siente sabio... Pues no, señor: eso no es filosofía, ni pensamiento, ni amplitud de miras, sino pereza, artimaña, soñolencia... ¡Sí, señor! -tornó a enfadarse Iván Dimítrich-. Dice usted que desprecia los sufrimientos; pero ya veríamos los gritos que daría si le cogieran un dedo con una puerta.

-O quizá no gritara -objetó Andrei Efímich con una sonrisa tímida.

-¡Vaya que sí! O supongamos que se queda usted paralítico o que algún idiota desvergonzado, aprovechándose de su rango y situación, le insulta públicamente y usted sabe que la ofensa quedará impune. Entonces comprenderá usted lo que significa pedir a los demás que se contenten con la interpretación de la vida o con la auténtica bienaventuranza.

-Es original -exclamó Andrei Efímich, riendo de contento y frotándose las manos-. Me causa agradable sorpresa su tendencia a las sintetizaciones; y creo que la característica que acaba de hacer de mí es francamente brillante. He de reconocer que la conversación con usted me proporciona un placer enorme. Bueno, yo le he escuchado ya. Ahora hágame el favor de escucharme a mí...

Caítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX