Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo IX

Una noche de fines de marzo, cuando ya no había nieve en el suelo y cantaban


Capítulo IX

Una noche de fines de marzo, cuando ya no había nieve en el suelo y cantaban los estorninos en el jardín del hospital, el doctor salió a la puerta a despedir a su amigo, el jefe de correos. Precisamente en aquel momento entró en el patio el judío Moiseika, que regresaba con su botín. Destocado y con los pies desnudos metidos en unos chanclos, llevaba una alforja con las limosnas recogidas.

-Dame una kopeka -se dirigió al doctor, tiritando de frío y sonriendo.

Andrei Efímich, incapaz de negar nada, le dio un grivennik.

«¡Qué horror! -pensó mirando aquellos pies desnudos y aquellos tobillos escuálidos y rojos-. ¡Con tanto barro!».

Y llevado de un sentimiento mezcla de compasión y de repugnancia, le siguió hasta el pabellón, mirando tan pronto los tobillos como la calva de Moiseika. Al entrar el doctor, Nikita saltó del montón de cachivaches y se colocó en posición de firmes.

-Hola, Nikita -le dijo el médico en tono dulce no estaría mal darle a este judío unas botas, porque si no, puede resfriarse.

-A sus órdenes, señor. Se lo comunicaré al inspector.

-Sí, haz el favor. Pídeselo de mi parte. Dile que yo se lo pido.

La puerta de zaguán al pabellón estaba abierta. Iván Dimítrich, acostado en su cama, se incorporó sobre un codo, puso oído a aquella voz extraña y de pronto notó que era la del doctor. Temblando de cólera, saltó de la cama y, con el rostro encendido, desorbitados los ojos, corrió al centro del pabellón.

-¡Ha venido el doctor! -gritó; y se echó a reír inesperadamente-. ¡Por fin! ¡Les felicito, señores! ¡El médico nos honra con su visita! ¡Maldito bicho! -rugió, y con frenesí nunca visto en el pabellón, se puso a patear el piso-. ¡Hay que matar a esa culebra! ¡No; matarlo sería poco! ¡Habría que ahogarlo en el retrete!

Andrei Efímich, que oyó tales palabras, asomó la cabeza desde el zaguán al pabellón y preguntó con voz suave:

-¿Por qué?

-¿Que por qué? -vociferó Iván Dimítrich, acercándosele con aire amenazador y tiritando febrilmente dentro del batín-. ¿Quieres saber por qué? ¡Ladrón! -masculló con repugnancia, poniendo los labios como para escupirle-. ¡Charlatán! ¡Verdugo!

-Cálmese -respondió Andrei Efímich, sonriendo como quien se disculpa-. Le aseguro que nunca he robado nada. Y en lo demás, exagera usted, probablemente. Veo que está enfadado conmigo. Haga el favor de serenarse, si puede, y dígame con tranquilidad: ¿por qué está usted enojado?

-¿Y por qué me tiene usted aquí?

-Pues porque está usted enfermo.

-Sí, lo estoy. Pero decenas de locos, cientos de locos se pasean tranquilamente por la calle porque la ignorancia de ustedes es incapaz de distinguirlos de los sanos. ¿Por qué razón, estos desdichados y yo debemos estar aquí encerrados por todos, como conejillos de indias? Usted, el practicante, el inspector y toda su canalla son infinitamente más bajos, desde el punto de vista moral, que cualquiera de nosotros. ¿Por qué, pues, debemos permanecer encerrados nosotros y no ustedes? ¿Dónde está la lógica?

-La moral y la lógica no tienen nada que ver con esto. Todo depende de la casualidad. Está encerrado el que han encerrado; y el que no han encerrado se pasea tan ufano por la calle. Y nada más. En el hecho de que yo sea médico y usted alienado, no hay ni moral ni lógica, sino una simple casualidad.

-No entiendo ese embrollo -gruñó sordamente Iván Dimítrich y se sentó en su cama.

Moiseika, a quien Nikita no se había atrevido a registrar en presencia del doctor, colocó sobre su lecho los trozos de pan, los papeles y los huesos recogidos como limosnas; y, todavía temblando de frío, pronunció, como cantando, unas frases en hebreo. Probablemente, se imaginaba haber abierto una tienda.

-Déjeme marcharme -exigió Iván Dimítrich con voz trémula.

-No puedo.

-¿Por qué? ¿Por qué?

-Porque no depende de mí. Juzgue usted mismo: ¿qué provecho sacará con que yo le suelte? Váyase. Le detendría la gente o la policía; y volverán a traerle aquí.

-Sí, sí, es verdad -murmuró Iván Dimítrich y se secó la frente-. ¡Es espantoso! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué voy a hacer?

La voz de Iván Dimítrich y su joven e inteligente rostro, gesticulante siempre, agradaron a Andrei Efímich, que se sintió impelido a consolar al loco y a aplacarlo. Sentándose junto a él en la cama, pensó un instante y dijo:

-¿Qué hacer? ¿Eso pregunta usted? En su situación, lo mejor sería escaparse de aquí. Pero, por desgracia, resultaría inútil, porque le atraparían. La sociedad es invencible cuando se preserva de delincuentes, alienados y gente molesta en general. Le queda a usted solamente una solución: tranquilizarse pensando que su estancia aquí es necesaria.

-Nadie la necesita.

-Si existen las cárceles y los manicomios, alguien debe haber en ellos. Si no es usted, seré yo o un tercero. En un futuro muy lejano, cuando dejen de existir las cárceles y los manicomios, no habrá rejas ni batines. Pero esa época tardará.

Iván Dimítrich sonrió burlón.

-Está usted de broma -dijo, entornando los ojos-. Señores como usted o como su ayudante Nikita se preocupan muy poco del futuro; pero puede tener la seguridad, caballero, de que vendrán mejores tiempos. Yo me expresaré mal, y usted se reirá de mí; pero brillará la aurora de una nueva vida, triunfará la razón, y habrá fiesta en nuestra calle. Yo no lo veré, me moriré antes; pero lo verán nuestros descendientes. ¡Les saludo de todo corazón y me alegro por ellos! ¡Adelante! ¡Que Dios os ayude, amigos!

Iván Dimítrich, fulgurantes los ojos, se levantó; y, extendiendo un brazo hacia la ventana, continuó con voz trémula:

-¡Desde detrás de estas rejas, yo os bendigo! ¡Viva la razón! ¡Me alegro por vosotros!

-No veo tanto motivo para alegrarse -dijo Andrei Efímich a quien el movimiento de Iván Dimítrich le había parecido teatral, aunque no dejó de gustarle-. No habrá cárceles ni manicomios, y la razón triunfará, según ha manifestado usted; pero la esencia de las cosas no cambiará, y las leyes de la naturaleza seguirán siendo las mismas. La gente enfermará, envejecerá y morirá como hasta ahora. Por muy majestuosa que sea la aurora que ilumine su vida, en fin de cuentas le meterán en un ataúd y le enterrarán en un hoyo.

-¿Y la inmortalidad?

-¡Bah!

-¿No cree usted en ella? Pues yo creo. No sé si ha sido Dostoievski o Voltaire quien ha dicho que si no hubiera Dios, lo inventarían los hombres. Y yo estoy profundamente convencido de que si no existe la inmortalidad la inventará, tarde o temprano, el gran entendimiento humano.

-Bien dicho -replicó Andrei Efímich, sonriendo satisfecho-. Me parece muy bien que crea usted. Con esa fe puede vivir en el mejor de los mundos hasta un hombre emparedado. ¿Ha hecho usted estudios?

-Sí. Estudié en la universidad; pero no terminé la carrera.

-Es usted persona inteligente y reflexiva; y en cualquier situación puede hallar consuelo en sí mismo. Un entendimiento libre y profundo que tiende a la interpretación de la vida, y un total desprecio a la estúpida vanidad del mundo: he aquí dos bienes que mejores no los conoce el hombre. Usted puede poseerlos, aunque se halle detrás de tres rejas. Diógenes vivía en un barril y era más feliz que todos los reyes de la tierra.

-Ese Diógenes era un animal -masculló, sombrío, Iván Dimítrich-. ¿A qué me viene usted con Diógenes ni con interpretaciones? -levantóse, indignado-. ¡Yo amo la vida, la amo con pasión! Tengo manía persecutoria, un temor permanente y torturador; pero hay momentos en que se apodera de mí la sed de vivir, y entonces temo volverme loco. ¡Tengo un ansia enorme de vivir!

Alterado y nervioso, recorrió el pabellón; y agregó, bajando la voz:

-Cuando sueño me visitan espectros. Se me presentan unos hombres extraños; oigo voces, música; me parece que estoy paseando por un bosque, por la orilla del mar; y me entra tal ansia de tener preocupaciones y quehaceres... Dígame, ¿qué hay de nuevo por ahí? ¿Qué hay de nuevo?

-¿Se refiere usted a la ciudad o habla en general?

-Cuénteme primero lo que haya en la ciudad; y luego, en general.

-Pues, ¿qué quiere que le diga? La ciudad sigue siendo fastidiosamente aburrida... No hay a quién decir una palabra ni de quién oírla. Tampoco hay gente nueva. Aunque, para ser preciso, debo decirle que hace poco ha venido el joven doctor Jobotov.

-Vino cuando yo estaba todavía en libertad. Será un cínico, ¿no?

-Pues sí. Es hombre de poca cultura. Resulta cosa extraña, ¿sabe? A juzgar por todos los síntomas, en nuestras capitales no se observa un estancamiento intelectual, antes bien se nota un progreso. Por consiguiente, debe haber allí personas auténticas; pero, por no se qué razón, siempre nos mandan gente que no vale la pena de mirarla. ¡Qué ciudad tan desdichada!

-Desdichadísima -suspiró Iván Dimítrich; y sonrió-. ¿Y cómo van las cosas en general? ¿Qué escriben los periódicos y las revistas?

El pabellón estaba ya oscuro. El doctor se levantó; y se puso a contar lo que se escribía en el extranjero y en Rusia, y a describir las tendencias ideológicas que se observaban. Iván Dimítrich le oía con atención, haciendo preguntas de cuando en cuando; pero de pronto, como si recordase algo horroroso, se agarró la cabeza con las dos manos y se tendió en la cama, de espaldas al doctor.

-¿Qué le pasa? -inquirió éste.

-No volverá usted a oír una sola palabra mía -respondió, rudamente, el loco-. ¡Déjeme en paz!

-Pero, ¿por qué?

-Le digo que me deje en paz, ¡qué diablo!

Andrei Efímich se encogió de hombros, suspiró y abandonó el pabellón. Al pasar por el zaguán dijo al guarda:

-Nikita, estaría bien limpiar un poco esto... ¡Hay un olor terrible!

-A sus órdenes, señor.

«¡Qué joven tan agradable! -iba pensando el médico camino de su domicilio-. Desde que vivo aquí creo que es la primera persona con quien se puede hablar. Sabe razonar y se interesa precisamente por las cosas de peso.

Mientras leía y, luego, al acostarse, no dejó de pensar en Iván Dimítrich. Y al despertarse a la mañana siguiente, recordó que la víspera había conocido a un joven inteligente e interesante, decidiendo ir a visitarle en la primera ocasión.

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Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

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Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX