Antón Chéjov: El pabellón número 6, capítulo XVI

Una vez, Mijaíl Averiánich llegó después del almuerzo, estando Andrei Efímich


Capítulo XVI

Una vez, Mijaíl Averiánich llegó después del almuerzo, estando Andrei Efímich tendido en el diván. Y su llegada coincidió con la de Jobotov, que se presentó a la misma hora, con un frasco de bromuro de potasio. Andrei Efímich se incorporó pesadamente, sentóse; y quedó con ambas manos apoyadas en el diván.

-Hoy, querido amigo -comenzó el jefe de correos-, tiene usted un color mucho más lozano que el de ayer. ¡Está usted hecho un valiente! ¡De veras que es usted un valiente!

-Ya es hora de ponerse bien, colega, ya es hora -intervino Jobotov bostezando-. De fijo que usted mismo estará ya harto de este galimatías...

-¡Y se pondrá bueno! -exclamó alegremente Mijaíl Averiánich-. Vivirá cien años todavía. ¡Ni uno menos!

-Cien, quizá no; pero para veinte le sobra cuerda -habló, consolador Jobotov-. Esto no es nada, colega, no se amilane... No oscurezca usted las cosas.

-Todavía daremos de que hablar -rió Mijaíl Averiánich a carcajadas; y dio a su amigo unas palmadas en la rodilla-. ¡Daremos de que hablar! El verano que viene, Dios mediante, nos vamos al Cáucaso y lo recorremos todo a caballo: ¡hop, hop, hop! Y apenas volvamos del Cáucaso, celebraremos la boda -Mijaíl Averiánich hizo un guiño malicioso-. ¡Le casaremos a usted, querido amigo! Le casaremos...

Andrei Efímich notó, repentinamente, que el sedimento le llegaba a la garganta. El corazón comenzó a palpitarle con latido acelerado.

-¡Qué bajeza! -exclamó levantándose rápidamente y retirándose a la ventana-. ¿No comprenden ustedes que es una bajeza lo que dicen?

Quiso luego dulcificar el tono; pero sin poderse contener, en un arranque superior a su voluntad, cerró los puños y los levantó por encima de su cabeza.

-¡Déjenme tranquilo! & gritó con voz extraña, rojo y tembloroso-. ¡Fuera! ¡Fuera los dos!

Mijaíl Averiánich y Jobotov se levantaron; y le miraron, con perplejidad al principio y con miedo después.

-¡Fuera los dos! -continuó gritando Andrei Efímich-. ¡Torpes! ¡Estúpidos! ¡No necesito ni tu amistad ni tus mejunjes, so idiota! ¡Qué bajeza! ¡Qué asco!

Jobotov y el jefe de correos se miraron, aturdidos; retrocedieron hacia la puerta y salieron al zaguán. Andrei Efímich agarró el frasco de la medicina y se lo tiró. El cristal sonó al romperse en el umbral.

-¡Váyanse al diablo! -les gritó Andrei Efímich, con voz llorosa, saliendo al zaguán-. ¡Al diablo!

Cuando los visitantes se hubieron marchado, el viejo médico, temblando como un palúdico, se tendió en el diván; y continuó repitiendo largo tiempo:

-¡Torpes! ¡Estúpidos!

Una vez que se calmó, lo primero que le vino a la mente fue que el pobre Mijaíl Averiánich debía estar horriblemente avergonzado y entristecido; y que todo aquello era espantoso. Jamás le había sucedido nada semejante. ¿Dónde estaban la discreción y el tacto? ¿Dónde la interpretación de las cosas y la ecuanimidad filosófica?

Lleno de vergüenza y de enojo contra sí mismo, no pudo dormir en toda la noche. Y por la mañana, a eso de las diez, encaminóse a la oficina de correos y pidió perdón a Mijaíl Averiánich.

-Olvidemos lo ocurrido -dijo éste, suspirando conmovido, y apretándole la mano-. Al que recuerde lo viejo se le saltará un ojo. ¡Lubavkin! -gritó de repente con tanta fuerza, que todos los empleados y visitantes se estremecieron-. ¡A ver, trae una silla! ¡Y tú, espera! -gritó a una mujeruca que a través de la reja le tendía una carta certificada-. ¿Es que no ves que estoy ocupado? No vamos a recordar lo pasado -prosiguió afectuoso, dirigiéndose a Andrei Efímich-. Siéntese, por favor, querido.

Durante unos segundos de silencio, se pasó las manos por ambas rodillas y luego dijo:

-Ni por asomo se me ha ocurrido enfadarme con usted. Una enfermedad no es un dulce. Lo comprendo de sobra. El ataque de ayer nos asustó al doctor y a mí. Estuvimos hablando de usted largo rato. Querido amigo: ¿qué razón hay para que se resista usted a tomar en serio su enfermedad? ¿Cómo es posible ese abandono? Perdone la franqueza de un amigo -susurró Mijaíl Averiánich-. Vive usted en las condiciones más desfavorables: estrechez, suciedad, descuido, falta de medios para tratarse... Querido: el doctor y yo le pedimos de todo corazón que acepte nuestro consejo. Ingrese en el hospital. Allí tendrá buena alimentación, cuidados, un tratamiento. Evgueni Fiodorich, aunque hombre de mauvais ton, dicho sea entre nosotros, es entendido en medicina y podemos confiar en él. Me ha dado palabra de ocuparse de usted.

Andrei Efímich se enterneció, al ver la sincera preocupación y las lágrimas que brillaron en las mejillas del jefe de correos.

-Respetable Mijaíl Averiánich -murmuró, poniendo la mano en el corazón-. ¡No les crea! ¡Es un engaño! Mi única enfermedad consiste en que durante veinte años no he encontrado en la ciudad más que una persona inteligente, y la única que he hallado está loca. No hay dolencia alguna; pero he caído en un círculo vicioso, del que no se puede salir. Ahora bien: como me da igual, estoy dispuesto a todo.

-Ingrese en el hospital, querido.

-Me es indiferente. En el hospital o en el hoyo.

-Déme su palabra de que va a obedecer en todo a Evgueni Fiodorich.

-Bueno, pues le doy mi palabra. Sin embargo, le repito que he caído en un círculo cerrado. Todo, incluso la sincera compasión de mis amigos, conduce ahora a mi perdición. Voy a perderme y tengo el valor de reconocerlo.

-Allí sanará, amigo mío.

-¿Para qué hablar? -se excitó Andrei Efímich-. Rara es la persona que al final de su vida no experimenta lo que yo ahora. Cuando le digan que está usted enfermo de los riñones o que tiene dilatado el corazón, y que se ponga en tratamiento, o cuando le declaren loco o delincuente, o sea, cuando la gente pare su atención en usted, sepa que ha caído en un laberinto del que jamás saldrá. Y si lo intenta, se extraviará más aún. Claudique, porque ya no habrá fuerza humana que le salve. Así me parece a mí.

Entre tanto, ante la ventanilla iba reuniéndose público. Para no molestar, Andrei Efímich se levantó y se dispuso a despedirse. Mijaíl Averiánich volvió a pedirle su palabra de honor, y le acompañó hasta la puerta de la calle.

Aquel mismo día, antes de que anocheciera, se presentó Jobotov en casa de Andrei Efímich. Llevaba pelliza y botas altas. Como si el día anterior no hubiese ocurrido nada, dijo, desenvuelto:

-Traigo un asunto para usted, colega: ¿aceptaría venir conmigo a una consulta de médicos?

Pensando que Jobotov quería distraerle con un paseo, o acaso proporcionarle algún dinero con la anunciada consulta, Andrei Efímich se puso el abrigo y salió con el colega a la calle. Se alegraba de poder lavar su culpa de la víspera; y en el fondo de su alma, daba gracias a Jobotov, quien ni siquiera aludió al incidente y, que, por lo visto, le había perdonado. De una persona tan mal educada era difícil esperar tanta delicadeza.

-¿Dónde está el enfermo? -inquirió Andrei Efímich.

-En el hospital. Hace tiempo que deseaba mostrárselo. Es un caso interesantísimo.

Entraron en el patio y, dando la vuelta al pabellón principal, se dirigieron al de los alienados. Todo ello, sin decir palabra, por algún oculto motivo. Cuando pasaron al zaguán, Nikita, siguiendo su costumbre, se levantó de un salto y se puso firme.

-Hay aquí uno al que se le han apreciado ciertas anormalidades en los pulmones -declaró Jobotov a media voz, entrando en el pabellón con Andrei Efímich-. Espere un momento, que en seguida vuelvo. Voy por el estetoscopio.

Y salió.

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