Alejandro Pushkyn: La reina de las espadas capitulo VI, cuentos rusos

Dos ideas inmóviles no pueden existir juntas en el mundo de la conciencia, así c


La reina de las espadas

1.6

Dos ideas inmóviles no pueden existir juntas en el mundo de la conciencia, así como dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar a la vez en el mundo material. El tres, el siete, el as, desalojaron pronto de la mente de Hermann la imagen de la vieja muerta. El tres, el siete y el as no le salían de la cabeza y los llevaba en la punta de la lengua. Al ver a alguna muchacha joven decía: « ¡Qué esbelta es! Parece un tres de corazón.» Le preguntaban ¿qué hora es?, y respondía:
«el siete menos cinco». Todo hombre gordo le recordaba un as. El tres, el siete y el as lo perseguían en el sueño, adoptando todos los aspectos imaginables: el tres florecía delante de él en la forma de una hermosa flor grande; el siete se le aparecía como una puerta gótica; el as, como una araña enorme. Todas sus ideas se confundieron en una sola: aprovechar el secreto que había pagado tan caro. Comenzó a pensar en retirarse del servicio y viajar. Quería arrebatar el tesoro de la Fortuna hechizada en las casas de juego de Paris. Una casualidad le libró de molestias.

En Moscú se formó una sociedad de jugadores adinerados bajo la presidencia del famoso Chekalinski, que había jugado siempre a los naipes y que antaño había adquirido millones, ganando letras de cambio y perdiendo dinero líquido. Su larga práctica le mereció la confianza de sus camaradas, y su casa abierta, provista de un buen cocinero, junto con su amabilidad y su jovialidad, le atrajeron el respeto del público. Llegó a Petersburgo. La juventud llenó su casa, olvidando bailes por naipes y prefiriendo las seducciones del faraón a las fascinaciones del flirt. Narumov presentó a Hermann en esta casa.
Atravesaron una serie de Cuartos magníficos, llenos de criados corteses. Todos estaban repletos de gente. Unos cuantos generales y concejales jugaban al whist; los jóvenes estaban acomodados sobre sofás de raso, comiendo helados y fumando pipas. En la sala de recepciones, frente a la larga mesa junto a la cual se apretaban cerca de veinte jugadores, estaba sentado el huésped, que tenía 1a banca. Era un hombre de unos sesenta años, de un aspecto extremadamente respetable; su cabeza estaba cubierta de canas plateadas; su rostro, fresco y lozano, expresaba benevolencia; sus ojos brillaban, avivados por una sonrisa eterna. Narumov le presentó a Hermann. Chekalinski le apretó la mano cordialmente, le pidió que se comportara sin ceremonias y siguió con la banca.
El partido duró largo rato. Sobre la mesa se veían más de treinta cartas. Chekalinski se detenía después de cada reparto, para dar a los jugadores tiempo de pensar; apuntaba las pérdidas, escuchaba cortésmente sus exigencias; más cortésmente aún enderezaba el ángulo de alguna carta doblado por una mano distraída. Por fin, el partido terminó. Chekalinski barajó y se dispuso a comenzar otro.
—iMe permite usted apostar a una carta? —dijo Hermann, alargando la mano desde la espalda de un hombre gordo que jugaba ahí mismo.
Chekalinski sonrió e hizo un saludo silencioso en signo de asentimiento cortés. Narumov, riendo, felicitó a Hermann por la ruptura de una abstención tan prolongada y le deseó buen comienzo.
—Ahí va! —dijo Hermann, luego de escribir con tiza la suma, encima de su carta.
—Cuánto es? —preguntó el banquero, entrecerrando sus ojos—. Perdóneme, no veo bien.
—Cuarenta y cinco mil —respondió Hermann.
Al oír estas palabras, todas las cabezas se volvieron al instante y todos los ojos se dirigieron a Hermann.
—Perdió el juicio! —pensó Narumov.
—Permítame decirle —dijo Chekalinski con su sonrisa de siempre— que su juego es un poco fuerte: nadie apostó aquí todavía más de doscientos setenta y cinco en juego simple.
—Pues, ¿y qué? —repuso Herrnann—. Acepta usted mi apuesta. ¿si o no?
Chekalinski lo saludó con la misma expresión de condescendencia gentil.
—Sólo quería prevenirle —dijo— que al yerme honrado por la confianza de mis camaradas, no puedo jugar en otra forma que dinero líquido. Por mi parte, estoy seguro, claro, que basta con su palabra; pero, para observar las reglas d’ juego y de las cuentas, le pido que ponga el dinero sobre la carta.
Hermann sacó de su bolsillo un billete de banco y lo alargó a Chekalinski, el cual, Luego de mirarlo rápidamente, lo puso sobre la carta de Hermann.
Se puso a distribuir las barajas. A la derecha salió un nueve, a la izquierda, un tres.
—Gané —dijo Hermann, enseñando su carta.
Entre los jugadores pasó un susurro. Chekalinski frunció las cejas; pero en seguida la sonrisa volvió a aparecer en su rostro.
—Quiere cobrar? —preguntó a Hermann.
—Si me hace el favor.
Chekalinski extrajo de su bolsillo unos cuantos billetes de banco y arregló las cuentas inmediatamente. Hermann aceptó el dinero y se alejó de la mesa. Narumov no volvía en sí del asombro. Hermann bebió un vaso de limonada y se fue a su casa. A la noche siguiente volvió a aparecer en la casa de Chekalinski. El dueño tenía la banca. Hermann se acercó a la mesa; los jugadores le hicieron lugar en seguida. ChckaJinski lo saludó amablemente.
Hermann esperó el fin de la partida y pidió una carta, poniendo sobre ella sus cuarenta y siete mil y su ganancia del día anterior.
Chekalinski se puso a distribuir las cartas. Una sola salió a la derecha, un siete a la izquierda.
Hermann mostró el que tenía.
Todos los presentes exhalaron un suspiro de asombro. Chekalinski se turbó visiblemente Contó noventa y cuatro mil y los entregó a Hermann. Hermann los aceptó con sangre fría y se retiró al instante.
A la noche siguiente Hermann volvió a aparecer ante la mesa. Todos lo estaban esperando. Los generales y los concejales dejaron sus sofás; los criados se reunieron en la sala de recepciones; todos rodearon a Hermann. Los demás jugadores no querían hacer sus apuestas, esperando con impaciencia el final. Hermann estaba parado delante de la mesa, disponiéndose a jugar solo contra Chekalinski, pálido pero siempre sonriente. Cada uno de ellos destapó la baraja. Chekalinski barajó. Hermann sacó y puso sobre la mesa su carta, cubriéndola con un montón de billetes de banco. Esto se parecía a un duelo. Un silencio profundo reinaba alrededor.
Chekalinski comenzó a distribuir las cartas, sus manos temblaban. A la derecha salió una dama, a la izquierda un as.
—El as ganó! —dijo Hermann, y abrió su carta.
—Su dama está vencida —dijo Chekalinski amablemente.
Hermann se estremeció; en efecto, en lugar del as tenía una dama de espadas. No quería creer a sus ojos ni atinaba a comprender cómo pudo equivocarse en tal forma.
En ese instante le pareció que la dama de espadas le guiñaba el ojo y le sonreía. Un parecido extraordinario lo pasmó.
— ¡La vieja! —gritó, horrorizado.
Chekalinski acercó hacia sí los billetes perdidos. Hermann permanecía inmóvil. Cuando se apartó de la mesa, se levantaron comentarios ruidosos.
—Jugó bien! —decían los jugadores. Chekalinski se puso a barajar; el juego siguió su rumbo acostumbrado.

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Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI