Alejandro Pushkyn: La reina de las espadas capitulo V

Tres días después de la noche fatal, a las nueve de la mañana, Hermann se dirigi


La reina de las espadas

1.5

Tres días después de la noche fatal, a las nueve de la mañana, Hermann se dirigió al monasterio de X, donde debía tener lugar el servicio fúnebre ante el cuerpo de la difunta condesa. Sin llegar a sentir arrepentimiento, no pudo, sin embargo, acallar la voz de su conciencia, que le repetía «Eres ci asesino de la vieja! Siendo escasa su fe religiosa, tenía un sinnúmero de prejuicios. Creía que la condesa muerta podía ejercer una influencia nefasta sobre su vida, y se decidió a presenciar sus exequias para conseguir su perdón.
La iglesia estaba llena de gente. A duras penas pudo Hermann abrirse paso a través de la muchedumbre. El ataúd se hallaba sobre un catafalco lujoso, cubierto con cortinas de terciopelo. La extinta yacía allí con las manos cruzadas sobre ci pecho, ataviada con gorra de encaje y vestido de raso blanco. Alrededor estaban los allegados a su casa; los criados, de traje negro, una cinta con el escudo cruzándoles el pecho y largos cirios en las manos; los parientes, de luto riguroso; hijos, nietos y bisnietos. Nadie lloraba; las lágrimas hubieran sido una affectation. La condesa erá tan vieja que su muerte no podía tomar a nadie de improviso, y sus parientes hacía mucho ya que la miraban como persona acabada. Un obispo joven pronunció la oración de despedida. En expresiones sencillas y conmovedoras representó la asunción pacífica de la justa, cuyos largos años constituyeron una preparación suave
y enternecedora hacia un fin cristiano. «El ángel de la muerte la encontró despierta —dijo el orador—, llena de reflexiones piadosas, a la espera del Novio de Medianoche.» El oficio se efectuó con una solemnidad melancólica. Los parientes fueron los primeros en despedirse del cuerpo. Luego, vinieron los huéspedes numerosos a rendir el último homenaje a aquella que durante tan largo tiempo fue participante en sus diversiones vanidosas. Les siguió la servidumbre. Por fin, se acercó el ama de llaves, vieja, coetánea de la difunta. Dos muchachas jóvenes la conducían del brazo. No estaba en condiciones de inclinarse hasta el suelo, y fue la única que vertió unas lágrimas al besar la fría mano de su señora. Después de ella, Hermann se atrevió a aproximarse al ataúd. Hizo una reverencia hasta el suelo y por unos minutos permaneció inclinado sobre el piso frío cubierto de ramas de abeto. Por fin, enderezóse, pálido como la muerte misma, subió las gradas del catafalco y se dobló... —en este instante le pareció que la difunta lo miraba con soma, guiñando un ojo—. Al retroceder apresuradamente, Hermann dio un paso en falso y cayó de espaldas sobre la tierra. Le ayudaron a levantarse. En ese preciso instante, sacaron de la iglesia a Lisaveta ¡vanovna, desmayada. Este episodio turbó por unos minutos la majestad del oficio sombrío. Entre los presentes surgió un susurro sordo, y un delgado gentilhombre de cámara de la corte, que era un pariente cercano de la difunta, dijo al oído del inglés, que estaba a su lado, que el joven oficial era un hijo natural de la condesa, a lo cual el inglés contestó frIamente: «Oh!»
Durante todo el día, Hermann estuvo asaz turbado. Al comer en la apartada fonda, bebió mucho, contra su costumbre, esperando ahogar su inquietud interior. Pero el vino no hizo otra cosa que calentar aún más su imaginación. Al regresar a su casa, se arrojó sobre la cama, sin desvestirse, y se durmió profundamente. Despertó cuando era noche entrada:
la luna iluminaba su cuarto. Miró su reloj: eran las tres menos cuarto. Se le pasó el sueño; se sentó en la cama y se puso a reflexionar sobre el funeral de la vieja condesa.
En ese momento alguien miró desde la calle hacia su ventana, y se apartó en seguida. Hermann no prestó ninguna atención al hecho. Un minuto después, oyó que se abría la puerta en el cuarto vecino. Hermann pensó que su criado, borracho como de costumbre, regresaba de un paseo nocturno. Pero percibió un modo de caminar desconocido: alguien andaba, produciendo un suave ruido con sus chinelas. La puerta se abrió: entró una mujer vestida de blanco. Hermann la tomó por su vieja nodriza y se extrañó de que algo la pudiera traer a su casa a hora semejante. Pero la mujer blanca, deslizándose, se paró delante de él, ¡y Hermann reconoció a la condesa!
—Vine aquí en contra de mi voluntad —dijo ella con voz firme—. Pero me fue ordenado cumplir tu ruego. El tres, el siete y el as ganarán uno tras otro, pero a condición de no apostar más de una carta por día y de no jugar más en toda tu vida. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con mi niña de compañía, Lisaveta Ivanovna. -.
Con estas palabras se volvió lentamente, se dirigió a la puerta y desapareció, produciendo un suave ruido con sus chinelas. Hermann oyó cómo se cerraba la puerta de entrada, y vio cómo alguien volvió a mirar hacia su ventana.
Durante largo rato, Hermann no pudo volver en sí. Caminó hasta el cuarto vecino. Su criado dormía echado sobre el piso; a Hermann le costó trabajo despertarlo. El criado estaba borracho como de costumbre; no se podía obtener de él dato alguno. La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Hermann regresó a su cuarto, encendió una vela y anotó su visión.

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Capítulo II

Capítulo III

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Capítulo V

Capítulo VI