Alejandro Pushkin: La reina de las espadas capitulo III

Apenas Lisaveta Ivanovna tuvo tiempo de quitarse su abrigo y su sombrero


La reina de las espadas

1.3

Apenas Lisaveta Ivanovna tuvo tiempo de quitarse su abrigo y su sombrero, cuando ya la condesa mandaba por ella y de nuevo ordenaba preparar la carroza. Salieron para ocuparla. En el preciso momento en que dos lacayos levantaron a la anciana y la hicieron entrar por la portezuela, Lisaveta Ivanovna vio al joven ingeniero junto a la rueda; él le asió la mano, y todavía no había vuelto ella en sí del susto, cuando el joven desapareció; en la mano de Lisaveta quedó una carta. La puso dentro del guante, y durante todo el camino no pudo ver ni oír nada. En el coche la condesa tenía la costumbre de hacer preguntas a cada instante: ¿quién fue el que encontramos a la salida?; ¿cómo se llama este puente?; ¿qué es lo que está escrito sobre aquel letrero? Lisaveta Ivanovna le contestaba a la buena de Dios, sin tino, lo cual terminó por irritar a la condesa.
—Qué te sucede, querida mía? Tienes el tétanos, ¿o qué? ¿Es que no me oyes o no me entiendes? ¡Pues, gracias a Dios, no ceceo todavía y estoy en mi juicio!
Lisaveta Ivanovna no la escuchaba. Al regresar a casa corrió a su cuarto y sacó la carta del guante: no estaba sellada.
Lisaveta Ivanovna la leyó: la carta contenía una declaración de amor; desbordaba ternura respetuosa y estaba traducida de una novela alemana palabra por palabra. Pero Lisaveta Ivanovna no hablaba alemán y quedó muy contenta.
Sin embargo, la carta aceptada por ella la inquietaba sobremanera. Por vez primera, entraba en relaciones secretas e íntimas con un hombre joven. El atrevimiento de él la horrorizaba. Se reprochaba su comportamiento imprudente, y no sabía qué hacer: ¿dejar de sentarse junto a la ventana, y con su desatencjón templar en el joven oficial el deseo de proseguir sus persecuciones? ¿Devolverle su carta? ¿Responderle fría y rotundamente? No tenía a quién pedir consejo: no poseía ni amiga, ni institutriz. Lisaveta Ivanovna decidió contestar.
Se sentó al escritorio, tomó la pluma, el papel, y permaneció pensativa. Varias veces comenzó la carta, y terminó siempre por romperla: sus expresiones le parecían ora demasiado condescendientes, ora demasiado ásperas. Por fin consiguió escribir unas líneas que la dejaron contenta. «Estoy convencida —escribió— de que tiene usted intenciones honradas y de que no quiso ofenderme con su acto impensado; pero nuestras relaciones no hubieran debido comenzar en esta forma. Le devuelvo su carta, y espero que en adelante no tendré motivo para quejarme de una falta de respeto inmerecida.»
Al día siguiente, al ver aparecer a Hermann, Lisaveta Ivanovna se levantó de su bastidor, salió a la sala, abrió la ventanjta y tiró la carta a la calle, contando con la agilidad del joven oficial. Hermann corrió hacia ella, la levantó y entró ni una bombonería. Al romper el sello encontró su propia (arta y la respuesta de Lisaveta Ivanovna. Era precisamente lo que esperaba, y regresó a su casa harto entusiasmado de la mtriga.
rres días más tarde, una mamzel’ jovencita y vivaracha loo a Lisaveta Ivanovna Cierta notita proveniente de una uso de modas. Lisaveta Ivanovna la abrió con inquietud, pu nviendo pedidos de dinero, y de repente reconoció la letra de Hermann.
-Se equivocó usted, querida —dijo-—. Esta nota no es para mi
—Sí que es para usted —contestó la valiente muchacha, sin ocultar una sonrisa maliciosa—. Sírvase leerla.

Lisaveta Ivanovna leyó rápidamente la nota. Hermann le exigía una cita.
—No puede ser! —dijo Lisaveta Ivanovna, asustada por el apresuramiento del pedido y por el método de mandarlo—. ¡No es para mí!
Y desgarró la carta en pedacitos.
—Pues si no era para usted, ¿por qué la rompió? —dijo la mamzel—. La hubiera devuelto a quien me la dio.
—Por favor, querida! —dijo Lisaveta Ivanovna, ruborizándose por la observación—. No me traiga cartas en adelante, Y al que la mandó dígale que debería avergonzarse...
   Pero Hermann no se calmó. Todos los días Lisaveta Ivanovna recibía cartas de él, ora por un medio, ora por otro. Ya no estaban traducidas del alemán. Hermanu las escribía inspirándose en su pasión, y se expresaba en ellas según la manera que le era propia: en ellas se notaba la intransigencia de sus deseos y el desorden de su imaginación víolenta. Lisa- yeta Ivanovna ya ni pensaba siquiera en devolvérselas: se extasiaba con ellas; comenzó a contestarlas, y de día en día sus respuestas se hicieron más largas y más tiernas. Por fin, le tiró por la ventana la carta siguiente:
«Hoy habrá fiesta en la casa del embajador. La condesa estará allí. Nos quedaremos hasta eso de las dos. He aquí la oportunidad de vernos a solas. Tan pronto como se vaya la condesa, sus hombres, probablemente, se irán también; no quedará en la antecámara más que el portero, pero también él acostumbra irse a su cuartito. Venga a las once y media. Vaya directamente hacia la escalera. De encontrar a alguien en la antecámara, pregunte si está en casa la condesa. Le dirán que no y, ¿qué hacerle?, tendrá usted, en ese caso, que irse. Pero seguramente no encontrará a nadie. Las muchachas permanecen siempre en su cuarto, todas juntas. Desde la antecámara diríjase luego a la izquierda, luego vaya derecho hasta el dormitorio de la condesa. En el dormitorio, detrás del biombo, verá dos pequeñas puertas: la de la derecha da a un gabinete al que la condesa nunca entra; la de la izquierda da al corredor, y allí mismo verá usted una angosta escalerita en forma de caracol. Lleva a mi cuarto.»
Hermann se agitó como un tigre, a la espera de la hora fijada. A las diez de la noche, se hallaba ya delante de la casa de la condesa. El tiempo estaba horrible: el viento aullaba, la nieve, húmeda, caía en copos; los faroles brillaban apenas; las calles estaban desiertas. De vez en cuando pasaba algún vañka5 con su rocín flaco, buscando un pasajero retrasado. Hermann permanecía sin abrigo, sin sentir el viento ni la nieve. Por fin, apareció la carroza de la condesa. Hermann vio cómo los lacayos llevaron de los brazos. a la anciana casi jorobada, envuelta en un abrigo de cebellina y cómo, detrás de ella, en una capa fría, con la cabeza adornada de flores frescas, pasó su niña de compañía. Las portezuelas fueron cerradas. La carroza rodó pesadamente por la nieve profunda. El portero cerró las puertas. Las ventanas se apagaron. Hermaun comenzó a pasear a lo largo de la casa desierta; se acercó al farol, miró su reloj: eran las once y veinte, Siguió junto al farol, con la mirada fija en la aguja del reloj, esperando que pasaran los minutos que faltaban. Justo a las once y media, Hermanu pisó el umbral de la condesa y entró en el hall bien iluminado. El portero no estaba. 1-Termaz-m subió corriendo la escalera, abrió la puerta de la antecámara y vio a un criado que dormía debajo de una lámpara, semiacostado en un sillón antiguo y sucio. Con paso ligero y firme, Hermann pasó junto a él. La sala y el salón de recepciones estaban a oscuras. La lámpara de la antecámara los alumbraba débilmente. Hermann entró en el dormitorio Delante del kivot6 lleno de antiguas imágenes de santos, centelleaba una candileja dorada. Los desteñidos sillones de raso y los sofás con almohadas de plumón de raspado color oro se alineaban en triste simetría, arrimados a Las paredes cubiertas con papeles chinos. De la pared colgaban dos retratos hechos en París por Madarne Lebrum. Uno de ellos representaba a un hombre de unos cuarenta años, corpulento y de tez rosada, vestido con u’ uniforme color verde claro que lucía una estrella en el pecho. EEl otro, a una hermosa joven de nariz aguileña, con peinado alto y una rosa en el cabello empolvado. En todos los rincones se veían pastorcitos de porcelana, relojes de comedor salidos de las manos del renombrado Leroy, caj itas, abanicos y otras bagatelas femeninas inventadas al final del siglo pasado junto con el globo de Montgolfier y el magneto de Mesmer. Hermann dio vuelta al biombo. Detrás de éste se veía una pequeña cama de hierro; a la derecha estaba la puerta que conducía al gabinete. A la izquierda, otra puerta llevaba al corredor. Hermana la abrió, vio la angosta escalera en forma de caracol que conducía al cuarto de la pobre niña de compañía.., pero regresó y entró en el gabinete oscuro.

El tiempo pasaba lentamente. Todo respiraba silencio. En la sala de recepciones, el reloj marcó las doce; en todos los cuartos, los relojes uno tras otro, marcaron las doce; y, de nuevo, todo murió. Hermann permanecía parado, arrimado a una estufa fría. Estaba tranquilo; su corazón latía ordenadamente, como el de un hombre que se ha decidido a algo peligroso pero imprescindible. Los relojes marcaron la primera y la segunda horas de la madrugada, y entonces oyó el lejano ruido de la carroza. Una emoción involuntaria lo invadió. La carroza se acercó y se detuvo. Se oyó el ruido del escalón al ser bajado. En la casa se produjo cierta agitación. Corrieron hombres, resonaron voces, y la casa se iluminó. Tres sirvientas viejas entraron corriendo en el dormitorio, y la condesa, medio muerta, entró y se recostó en el amplio sillón. Hermann miraba por una grieta: Lisaveta Ivanovna pasó junto a él. Hermann oyó sus pasos apresurados por la escalera. En su corazón resonó algo parecido a un remordimiento de conciencia y volvió a extinguirse. Pareció convertirse en piedra. La condesa comenzó a desvestirse delante del espejo. Le sacaron las gorras adornadas con rosas; quitaron la peluca empolvada de su cabeza canosa y de cabello muy corto. Los alfileres caían en lluvia alrededor de ella. Su vestido amarillo bordado con hilos de plata cayó hacia sus pies hinchados. Hermann fue testigo de los repugnantes misterios de su tocador; por fin, la condesa quedó en blusa de dormir y con gorra de noche; con esta vestimenta, más adecuada a su vejez, parecía menos horrible y deforme.
Como todos los ancianos en general, la condesa padecía de insomnio. Luego de haberse desvestido, se sentó junto a la ventana en un sillón profundo y despidió a las sirvientas. Estas se llevaron las velas; el cuarto quedó de nuevo alumbrado sólo con la candileja. La condesa seguía sentada, amarilla, moviendo sus labios colgantes y, balanceándose levemente de derecha a izquierda. Sus ojos apagados expresaban una completa ausencia de pensamiento: al verla así, hubiera podido creerse que el balanceo de la espantosa vieja se debía no a la voluntad de ella, sino al efecto de una galvanización oculta.
De repente, este rostro mortecino cambió inexplicablemente. Los labios cesaron de moverse, los ojos se avivaron:
delante de la condesa estaba parado un hombre desconocido.
—No se asuste, en nombre de Dios, no se asuste— le dijo él en voz baja pero inteligible—. No tengo intención de perjudicarla; he venido a suplicarle que me haga un favor.
La vieja lo miraba en silencio y, al parecer, no lo oía.

Hermann creyó que era sorda, e inclinándose hacia la propia oreja, le repitió sus palabras. La vieja permanecía callada como antes.
—Puede usted —prosiguió Hermana— hacer la felicidad de mi vida sin que nada le cueste: sé que puede adivinar tres cartas seguidas...
Hermann se detuvo. La condesa, al parecer, comprendió lo que se le pedía: parecía buscar palabras para la respuesta.
—Era una broma —dijo al final—. Le juro que era una broma.
—Con esto no se bromea —repuso Hermann, irritado—. Recuerde a Chaplizki, a quien usted ayudó a desquitarse.
La condesa se confundió visiblemente. Sus facciones expresaron un fuerte movimiento interno; pero pronto recayó en el mismo estado anterior de insensibilidad.
—Puede usted —prosiguió Hermann— indicarme tres cartas seguras? —la condesa se callaba. Hermaníi continuó:
—Para quién conservará su secreto? ¿Para sus nietos? Son ricos ya sin él; no conocen ni el precio del dinero. A un derrochador no le ayudarán sus tres cartas. El que no sepa cuidar la herencia paterna morirá de todos modos en la miseria, a pesar de los esfuerzos de todos los demonios. No soy derrochador: conozco el precio del dinero. Sus tres cartas no se perderán conmigo. Luego...
Se detuvo, y esperó con emoción la respuesta de ella. La condesa permanecía callada. Hermann se arrodjlló:
—Si alguna vez —dijo— llegó a conocer su corazón el sentimiento del amor, si recuerda sus éxtasis, si una vez tan solo sonrió usted oyendo el llanto de su hijo recién nacido,
síquiera una cosa humana se amparó algún día en su pecho, le suplico por los sentimientos de esposa, de amante, de madre, por todo, en fin, lo que hay de sagrado en la vida, ¡no se niegue a mi súplica! ¡Comunfqueme su secreto! ¿Qué hará iitcd con él? Tal vez esté unido a algún pecado horrible, a la perdida de la eterna beatitud, o a algún tratado diabólico... Piense: usted es anciana; no le queda mucho tiempo de vida; y yo estoy dispuesto a tomar su pecado sobre mi alma. Pero comuniqueme su secreto. Piense que la felicidad de un hombre esta entre sus manos; que no sólo yo, sino mis hijos, mis nietos y mis bisnietos bendecirán su memoria y la respetarán como un objeto sagrado...
La condesa no contestó ni una palabra.
Hermann se levantó.
— ¡Vieja bruja! —dijo, apretando los dientes—. Pues igual sabré hacerte contestar...
Con estas palabras, sacó una pistola del bolsillo.
A la vista de la pistola, la condesa expresó por segunda vez un sentimiento fuerte. Comenzó a hacer signos con la cabeza y levantó la mano, como para protegerse del disparo... luego rodó de espaldas... y quedó inmóvil.
—Déjese de chiquilladas —dijo Hermann, tomándola de la mano—. Por última vez le pregunto: ¿ quiere indicarme sus tres cartas? ¿Sí o no?
La condesa no respondió. Hermann vio que estaba muerta.

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