AlejandroPushkin: La Reina de las espadas capitulo II

La anciana condesa estaba sentada en su tocador delante del espejo. Tres muchach


La Reina de las espadas

1.2

La anciana condesa estaba sentada en su tocador delante del espejo. Tres muchachas la rodeaban. Una tenía en sus manos un pote de afeites, la otra, una caja con horquillas, la tercera, una alta gorra con cintas color fuego. La condesa no tenía ya la menor pretensión de belleza —hacía mucho que la suya se había marchitado—, pero conservaba todas las costumbres de su juventud; seguía rigurosamente la moda de los años 70 y dedicaba al vestir tan largo tiempo y el mismo cuidado que sesenta años atrás. Cerca de la ventana, junto al bastidor, estaba sentada una niña educada por la condesa.
Buenos días, grand’maman —dijo un joven oficial, al entrar—. Bon jour, mademoiselle Lise. Grand’maman, vengo a pedirle un favor.
—De qué se trata, Paul?
—Permítame presentarle a uno de mis amigos y traerlo el viernes a su baile.
—Tráelo directamente al baile y allí me lo presentarás. ¿Estuviste ayer en casa de X?
— ¡Cómo no! Fue muy divertido: se bailó hasta las cinco de la madrugada. ¡Qué hermosa estuvo Ielézkaia!
—Oh querido! ¿Qué tiene de raro? ¿Acaso no lo era su abuela, la princesa Daría Petrovna?. -. A propósito, supongo que habrá envejecido mucho la princesa Daría Petrovna...
—Cómo envejecido? —respondió Tomski distraídamente—. Pues hace unos siete años ya que ha muerto.
La niña levantó la cabeza e hizo una señal al joven. Este recordó que a la anciana condesa le ocultaban el deceso de sus coetáneos, y se mordió el labio. Pero la condesa oyó la noticia, nueva para ella, con suma indiferencia.
—iMurió! —dijo—. ¡Y yo ni lo sabía siquiera! Juntas fuimos nombradas damas de honor en la corte, y cuando nos presentamos, la emperatriz...
Y la condesa relató la anécdota a su nieto por centésima vez.
—Bueno, Paul —dijo después—. Ahora ayúdame a levantarme. Lisanka, ¿dónde esta mi tabatire?
La condesa, junto con las muchachas, se ocultó detrás del biombo para terminar su tocado. Tomski quedó con la niña.
—A quién quiere presentar usted? —preguntó Lisaveta Ivanovna en voz baja.
—A Narumov. ¿Lo conoce?
—No. ¿Es militar o civil?
—Militar.
— Ingeniero?
— ¡No! De caballería. ¿Por qué creyó que era ingeniero?
La niña rió y no respondió palabra.
— ¡Paul! —gritó la condesa desde atrás del biombo—. Mándame alguna novela nueva; pero, por favor, que no sea de las modernas.
—Cómo, grand’manian?
—Quiero decir, una novela en la que el protagonista no ahorque a su padre ni a su madre, y donde no se describan los cuerpos ahogados. Tengo horror a los ahogados.
—Tales novelas no existen en la actualidad . Salvo que quiera usted una novela rusa...
—Acaso existen novelas rusas?... ¡Mándame una, querido, haz el favor, mándame una!
— ¡Adiós, grand’maman, estoy apurado.. - adiós, Lisaveta Ivanovna! ¿Por qué creía que Narumov era ingeniero?
Tomski salió del tocador.
Lisaveta Ivanovna quedó sola; dejó su labor y se puso a mirar por la ventana. Al rato, sobre la misma vereda, apareció. viniendo de la casa de la esquina, un joven oficial. El sonrojo cubrió las mejillas de Lisaveta; volvió de nuevo a su labor, e inclinó su cabeza muy bajo hacia el bastidor. En este momento entró la condesa, ya completamente vestida.
—Lisanka, ordena —dijo— que nos preparen la carroza, y vamos a dar un paseo.
Lisanka se levantó de su bastidor, y comenzó a arreglar su labor.
—¿Pero qué te pasa, querida mía? ¿Estás sorda? —gritó la condesa—. ¡Ordena pronto que preparen la carroza!
—Enseguida —respondió la niña en voz baja, y corrió hacia la antecámara.
Entró un criado y entregó a la condesa unos libros de parte del príncipe Pablo Alexandrovich.
—Está bien. Agradécelo —dijo la condesa—. ¡Lisanka, Lisanka! ¿Pero adónde vas tan aprisa?
—A vestirme.
—Ya tendrás tiempo. Quédate aquí. Abre el primer tomo, lee en voz alta.
La niña tomó el libro y leyó unas líneas.
—¡Más alto! —dijo la condesa—. ¿Qué te sucede, querida mía? ¿Perdiste la voz...? Espera... acércame este banquillo; mas cerca... bueno. ¿Y?
Lisaveta Ivanovna leyó otras dos páginas más. La condesa bostezó.
—Deja ese libro —dijo——. ¡Es absurdo! Devuélvelo al príncipe Pablo y hazie agradecer... Y en qué estamos con la carroza?
—Está lista -dijo Lisaveta Ivanovna, echando una mirada a la calle.
—Y por qué no estás tú vestida? —dijo la condesa—. Siempre es necesario esperarte. ¡Eres inaguantable, querida mía!
Lisa corrió hacia su cuarto. No pasaron ni dos minutos cuando la condesa se puso a tocar el timbre con todas sus fuerzas. Tres muchachas entraron corriendo por una puerta, un lacayo por la otra.
—Por qué demoráis tanto? —les dijo la condesa—. Decid a Lisaveta Ivanovna que la estoy esperando.
Lisaveta Ivanovna entró con el abrigo y un sombrerito
puestos.
—¡Por fin, querida mía! —dijo la condesa—. ¿Qué atavíos son ésos? ¿Para qué?... ¿A quién piensas seducir?... ¿Cómo está el tiempo? Parece que hay viento.
—No, Alteza, está muy sereno —respondió el lacayo.
— ¡Todos vosotros contestáis siempre a la buena ventura! Abrid la ventana. Pues ya me lo imaginaba: ¡hay viento! Y muy frío! ¡Que guarden la carroza! Lisanka, no iremos de paseo, no valía la pena ataviarse tanto.
— ¡Y así es toda mi vida! —pensó Lisaveta Ivanovna.
Y, realmente, Lisaveta Ivanovna era una persona muy desdichada. Es amargo el pan ajeno, dice Dante, y son difíciles los peldaños del umbral de los otros. ¿Y quién podría conocer mejor la amargura de una situación dependiente sino una niña educada por una anciana de abolengo? La condesa no tenía por supuesto un alma mala, pero era caprichosa como toda mujer mimada por la sociedad, era parsimoniosa y estaba sumergida en un egoísmo frío al igual que todas las personas ancianas que ya amaron en sus tiempos y que están ajenas al presente. Seguía tomando parte de todas las vanidades del gran mundo; iba a las fiestas, donde permanecía en un rincón cubierta de afeites y vestida a la moda antigua, como un adorno del salón de baile, feo pero inevitable. Todos los huéspedes recién llegados se le acercaban con respetuosas reverencias, la saludaban como si fuese una ceremonia establecida, y luego ya nadie se preocupaba por ella. En su casa recibía a toda la ciudad, guardando una etiqueta rigurosa y sin reconocer a nadie. Su numerosa servidumbre, al engordar y encanecer en su antecámara y en su «devichia», hacía lo que quería, robando a más y mejor a la anciana moribunda. Lisaveta Ivanovna era la mártir casera. Ella servía el té; ella recibía las amonestaciones por el superfluo gasto de azúcar; ella leía las novelas en voz alta, y resultaba culpable de todos los errores del autor; acompañaba a la condesa en sus paseos y era responsable del estado del tiempo y de los defectos de la pavimentación. Le había sido fijado un salario que nunca se le pagó íntegro; sin embargo, se le exigía estar vestida como todas, o sea como muy pocas. En la sociedad, su papel era de 1 más lamentable.
Todos la conocían, nadie se fijaba en ella; en las fiestas bailaba sólo cuando hacía falta un vis-a-vis, y las damas la tomaban del brazo cada vez que les era preciso ir al tocador para arreglar algo en su vestimenta. Tenía amor propio, sentía vivamente su situación, y miraba en torno suyo, esperando con impaciencia a un salvador; pero los jóvenes, calculadores hasta en su vanidad atolondrada, no se dignaban notarla, a pesar
de que Lisaveta Ivanovna era cien veces más atrayente que las frías e insolentes niñas casaderas a las cuales cortejaban. ¡Cuántas veces, dejando silenciosamente la lujosa y fastidiosa sala de recepciones, se retiraba a llorar en su pobre cuarto, donde había un biombo empapelado, una cómoda, un espejito y una cama pintada, y donde la vela grasienta brillaba oscuramente en su candelero de cobre! Una vez —sucedió esto dos días después de la noche descrita al principio del cuento y una semana antes de la escena sobre la cual nos detuvimos— Lisaveta Ivanovna, sentada junto a su bastidor cerca de la ventana, miró la calle por descuido y vio a un joven oficial que estaba parado, inmóvil, con la mirada fija en su ventana. Volvió a inclinar la cabeza y se dedicó a su labor; unos cinco minutos después miró de nuevo, el joven oficial estaba en el mismo lugar, No teniendo costumbre de coquetear con los oficiales que pasaban por la calle, dejó de mirar afuera y permaneció cosiendo sin enderezarse durante dos horas. La comida fue anunciada. Se levantó, comenzó a ordenar el bastidor, y, al mirar por descuido a la calle, de nuevo vio al oficial. Le pareció extraño. Después de la comida, se acercó a la ventana, sintiendo una vaga inquietud, pero el oficial había desaparecido, y ella se olvidó de él...
Unos dos días después, al salir con la condesa para sentarse en la carroza, volvió a verlo. Estaba parado junto a la entrada de la casa, el rostro oculto por el cuello de castor de su sobretodo; sus ojos negros brillaban debajo del sombrero. Lisaveta Tvanovna se asustó sin saber por qué, y subió a la carroza en un estado de inexplicable turbación.
Al regresar a su casa, corrió hacia la ventana: el oficial estaba en el mismo lugar, con la mirada dirigida hacia ella. Ella se apartó, atormentada por la curiosidad y emocionada por un sentimiento que le era completamente nuevo.
Desde aquel tiempo no pasó ni un día sin que aparediera a una hora determinada, debajo de las ventanas de la casa, el joven oficial. Entre él y ella se establecieron unas relaciones disimuladas. Sentada en su lugar de siempre y trabajando, ella sentía su llegada, levantaba la cabeza, mirándolo de día en día más atentamente. El joven, al parecer, le estaba agra. decido: con la agnada mirada de la juventud, ella notaba cómo sus pálidas mejillas se cubrían de color cada vez que sus miradas se encontraban. Una semana más tarde, Lisaveta le sonrió...
Cuando Tomski pidió permiso para presentar a la condesa a su amigo, el corazón de la pobre niña latió apresuradamente.
Pero al enterarse de que Narumov no era ingeniero, sino guardia de caballería, lamentó haber traicionado, con la pregunta indiscreta, su secreto al atolondrado Tomski.
Hermann era hijo de un alemán rusificado que le dejó un pequeño capital. Firmemente convencido de la necesidad de fortalecer su independencia, Hermann no gastaba ni los intereses y vivía con su sueldo sin permitirse el más mínimo capricho. Pero como era reservado y orgulloso, sus camaradas rara vez tenían la oportunidad de burlarse de su desmesurada economía. Tenía pasiones fuertes y una imaginación ardiente; pero la firmeza de carácter lo salvó de las equivocaciones co- mufles de la juventud. Así, por ejemplo, siendo un jugador en su fuero interno, jamás tomó los naipes en sus manos, pues calculaba que su capital no le permitía (como solía decir) sacrificar lo necesario con la esperanza de obtener lo superfluo, y, a pesar de esto, permanecía noches enteras junto a las mesas de juego y seguía con agitación febril las distintas vueltas de la suerte.
La anécdota sobre las tres cartas impresjonó mucho su imaginación y no se le fue de la cabeza en toda la noche.
—Qué pasaría —pensaba al anochecer del día siguiente, vagando por Petersburgo—, qué pasaría si esta vieja condesa me descubriera su secreto? O, por lo menos, si me indicase estas tres cartas exactas. ¿Por qué no probar la suerte?... Hacer que me presenten a ella, entrar en su favor; tal vez, convertirme en su amante... Pero para todo esto se necesita tiempo, mientras que ella ya tiene ochenta y siete años; puede morir dentro de una semana, dentro de dos días! ... Y la anécclota en sí?... ¿Acaso es posible creerla?. - - ¡No! El cálculo, la moderación y la diligencia: he aquí mis tres cartas seguras, he aquí lo que triplicará, septuplicará mi capital y me traerá al fin la paz y la independencia. Al discurrir de tal manera, se encontró en una de las principales calles de Petersburgo, Frente a una casa construida según las normas de una arq lectura antigua. La calle estaba obstruida de coches; las carrozas, una tras otra, rodaban hacia el umbral iluminado. A cada instante salían de ellas, ora las piernas esbeltas de lina hermosa joven. ora una bota con espuelas ruidosas, ora In media rayada y el zapato de un diplomático. Los abrigos y las capas se sucedían delante del portero majestuoso, Her. mann se detuvo.
—De quién es esta casa? —preguntó al vigilante de la quina.
—De la condesa —respondió el vigilante.
Hermann se estremeció. La asombrosa anécdota volvió a surgir en su imaginación. Comenzó a caminar alrededor de la casa, pensando en la dueña y su maravillosa aptitud. Era muy tarde cuando regresó a su humilde rincón. Durante mucho tiempo no pudo conciliar el sueño, y cuando éste, por fin, se apoderó de él, soñó con las cartas, con la mesa verde, con paquetes de billetes bancarios y montes de monedas de oro. Apostaba una carta después de otra, doblaba los ángulos decididamente, ganaba incesantemente, acercaba hacia sí el oro y se metía los billetes en el bolsillo. Al despertarse, tarde, suspiró por la pérdida de su fantástica riqueza, se fue de nuevo a vagar por la ciudad, y de nuevo se encontró delante de la casa de la condesa. Parecía que una fuerza desconocida lo atraía hacia ese lugar. Se detuvo y se puso a mirar las ventanas. En una de ellas descubrió una cabecita morena, inclinada, probablemente sobre un libro o una labor. La cabecita se levantó. Hermann vio un rostro fresco y unos ojos negros.
Este instante decidió su destino.

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI